EUROPA COMO EXCUSA

PRIMERA PARTE
1.- Los proyectos que confluyen en la creación de las Comunidades Europeas
El 25 de marzo de 1957 se firmaron en Roma el Tratado Constitutivo de la Comunidad Económica Europea y el de la Comunidad Europea de la Energía Atómica. Nace así una organización regional de los Estados más prósperos de la Europa continental. El modelo era la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) creada por un Tratado provisional, por plazo de 50 años, firmado en París el 18 de abril de 1951. Los Estados de la Europa Occidental, núcleo de los beligerantes en la guerra finalizada apenas seis años antes, compartían así intereses económicos, especialmente con el carbón, el acero y la energía nuclear, que se entendían como la llave de los conflictos, base y fundamento de la potencia militar de cada Estado.

Hay una noción de los análisis sociales, muy útil a este respecto, la de proyecto social. Cuando algunos intereses o valores cristalizan en las correspondientes metas, tal vez acompañadas de una estrategia, entendiendo por tal determinada ordenación de los recursos y programación de acontecimientos. Los proyectos sociales encarnan en sucesivas personas y grupos. Pueden pervivir cuando los iniciadores han dejado de participar de los mismos, han perdido todo interés o hace generaciones que han fallecido. Algunos proyectos pueden ser hegemónicos o de poder y encarnar en instituciones oficiales, que refieren a la colectividad, o privadas, otros contrahegemónicas, o de resistencia al poder.
Pues, bien, el proyecto europeo nace del conflicto (incluso bélico) entre Estados integrantes y en la confluencia de proyectos.
El primer proyecto de unidad europea lo diseña Pierre-Joseph Proudhon, en su libro “el principio federativo”, 1863. El planteamiento pasaba no por Estados (grandes ni pequeños) sino por unidades descentralizadas, con decisión directa de la gente afectada, en determinado ámbito, personal o funcional, y, en especial de las clases trabajadoras. La finalidad última es la federación global que impida el caos de las relaciones entre Estados, por definición, soberanos. Que tratan de someterlo todo a su hegemonía, y no reconocen instancia arbitral alguna, lo que asegura o el imperio o la guerra. Comúnmente ambas cosas a la vez.
Esa propuesta teórica la articuló un proudhoniano. Pero obvió algunas enseñanzas del maestro. Empezando por ocupar el cargo de canciller –ministro de exteriores- del Estado Francés, Aristide Briand. Que, a pesar de todo, conservó algunos elementos del original, pues pensó la Unión Europea como organización regional de Estados, dentro de la sociedad global de naciones.
Sin embargo, el proyecto de 1957, estableció una propuesta, basada en los Estados surgidos de la Guerra, con la derrota de los Estados nazi-fascistas del Eje, y en la competencia entre EEUU, Reino Unido y los países de la Europa continental, de una parte, y la URSS y sus satélites de la otra.
El Plan Marshall, para la reconstrucción, sirvió como acicate para los seis Estados que integraron inicialmente la comunidad. En esos momentos era muy grande la conciencia de las clases trabajadoras y la mala imagen de las élites de poder plutocrático en el continente (pues habían sido en general partidarias de las potencias del eje durante la guerra). Si a eso se añade que el proyecto constituía un escaparate frente al bloque rival se hizo obvia la necesidad de atemperar los abusos de la plutocracia europea, en la metrópoli. Pero la plutocracia del continente, con el apoyo directo de EEUU, e indirecto de Inglaterra, encontró un buen aliado en la forma concreta de organización de las Comunidades.

2.- El proyecto europeo, como ariete del proyecto neoliberal
Porque, en efecto, casi desde el comienzo, las Comunidades Europeas arrastraron lo que los especialistas llaman, púdicamente, déficits: déficit democrático y déficit social. Estas carencias gemelas, son producto del criterio funcionalista”, como mecanismo de avance adoptado ante la imposibilidad de hacer avances inmediatos en el terreno político.

El criterio funcionalista ha consistido en alcanzar primero una forma de solidaridad práctica, económica, que imposibilitase la guerra entre las potencias europeas. Para avanzar después en la integración política y la solidaridad social.
Pero esos déficits se confirman y agravan a partir de los años ochenta, conforme van creciendo las propias competencias de la Unión, haciendo cada vez más lejanos los objetivos de integración política y armonización social. Y no por casualidad, sino debido a que los mismos déficits, y con ellos las propias Comunidades Europeas, acaban por convertirse para los países miembros en el instrumento fundamental del emergente proyecto neoliberal.
El proyecto neoliberal se convierte así, al mismo tiempo, en la fuerza y la debilidad del proyecto de la UE.
Como todo proyecto de poder, la plutocracia se desarrolla de modo más o menos informal, más o menos coordinado, generalmente más por coincidencia de intereses que por conspiraciones organizadas. Suele comenzar por reunir recursos y suele acabar con la aplicación de programas de cambios institucionales y sociales. Desde un punto de vista lógico, el proceso empieza con las nociones publicitarias elaboradas por los referentes y portavoces intelectuales y laboratorios de ideas, financiados por la plutocracia de cada país o por alianzas regionales o globales de la misma, que fomentan y justifican el poder y los intereses del dinero. Sigue con la difusión de las ideas elaboradas, a través de las casas editoriales y medios de comunicación, que pertenecen a los plutócratas o son ampliamente influidos por ellos, para convencer a la opinión pública y establecer estados de opinión. Y concluye con la elaboración de programas, mediante grupos de estrategia e influencia, en la cúspide de los plutócratas, y la presión persistente sobre el poder instituido, en la base, a través de cabilderos o grupos de presión (lobbies, en inglés), financiados por distintos sectores de la plutocracia, o alianzas inter-sectoriales de las mismas.
De este modo el proyecto neoliberal de la plutocracia creó un ambiente intelectual opresivo que se filtró hacia la opinión pública, aunque nunca ha acabado de convencer a los sectores sociales más perjudicados, como demuestran las sucesivas oleadas de los institutos oficiales de encuestas y la caída en la consideración de las instituciones de la UE entre los sectores populares europeos. En las secciones de economía de los grandes medios de comunicación el discurso neoliberal constituyó, y constituye, un auténtico pensamiento único (según la afortunada expresión de Ignacio Ramonet). Los tecnócratas y las instituciones tecnocráticas presentan políticas de talla única que benefician y perjudican siempre a los mismos. P.e. según Joseph Stiglitz, antiguo economista jefe y vicepresidente del Banco Mundial, en ocasiones, el pliego de medidas a imponer por la pareja FMI/Banco Mundial, a un país empobrecido, mantenía el nombre de otro país, que, en el cortar y pegar, se habían descuidado de cambiar ver: http://www.voltairenet.org/article120087.html . Y, por último, los partidos con posibilidades de gobernar tienen, todos, un mismo programa económico. Y eso tanto para los momentos de auge económico como para los de depresión, que, como es obvio, exigen tratamientos distintos.
Hasta los años ochenta, “Europa” representaba lo contrario de esas proposiciones. Significaba Seguridad (social) y Estado del Bienestar. Y Democracia (o, para ser precisos, gobierno representativo). Aunque éste sea, en su propio fundamento democrático, muy limitado. Limitación a la que las Comunidades Europeas sumaron el predominio tecno-burocrático en Bruselas y su lejanía de las preocupaciones de las mayorías sociales. Una y otra cosa han tenido un papel en el desarrollo del proyecto de poder de la plutocracia Europea en los últimos 40 años. El escaso contenido democrático del gobierno representativo ha posibilitado el cambio acelerado impuesto por el proyecto neoliberal. La tecnoburocracia de Bruselas ha facilitado la erosión de la virtualidad democrática y, por consiguiente, la acumulación de recursos por parte de la plutocracia.
El cambio de paradigma, en la UE, aparece ya en 1986, con el Acta Única Europea, que introdujo las recetas neoliberales. Pero es a partir del Tratado de la Unión Europea, de 1992, celebrado en Maastricht, creador del Euro, cuando se adentra decididamente en las mismas. Y los tratados posteriores (Amsterdam, 1997; Niza, 2001), a pesar de la resistencia popular cada vez más organizada, consiguieron profundizar en la nueva arquitectura institucional.
El planteamiento de fondo lo explicó el hombre fuerte del momento. El presidente del Bundesbank, Banco Central Alemán, Hans Tietmeyer, en numerosas entrevistas recogidas en la prensa económica e internacional de referencia. En lo que ahora nos interesa la principal declaración se contiene en el International Herald Tribune, de 23 agosto de 1999, poco antes de su jubilación. Respecto de lo que suponía la introducción de la moneda del Euro, “el hombre de la calle aún no es consciente. Nadie comprende aún de qué se trata”. Y se trata, precisamente, “de la competencia entre sistemas fiscales, tanto como entre sistemas de protección social nacionales”. Y eso, tanto entre los sistemas internos de la UE, como entre los externos a la misma.
Y aun lerdos como Disjelbloem, por cierto del partido laborista belga, dicen que se gastan las ayudas “en copas y en mujeres”, con lo que fomentan que la opinión pública de sus países esté en contra de la solidaridad. Lo que, por supuesto, asegura en todas partes la “competencia” frente a los “inversores”, esto es frente a los plutócratas, de los sistemas fiscales y de la solidaridad social organizada, con lo que todos pierden en beneficio de la minúscula élite de poder.
La finalidad última de todo esto es ensanchar las diferencias de clase y, como consecuencia, la carrera hacia el abismo en paralelo del bienestar y de la influencia de la ciudadanía en las instituciones. Se trata de la destrucción de los derechos sociales de las clases trabajadoras y de la ciudadanía (y del entorno ecológico), y en último término de acabar con la poca sustancia democrática que pueda quedarle al gobierno representativo y que podría suponer alguna resistencia, barrera o retroceso a los privilegios de la plutocracia.
Los Tietmeyer, y en general los tecnócratas y burócratas de los Bancos centrales y de la UE, plantean el tema como si se tratara de un problema técnico. Se trataría de una evolución social ciega, derivada del simple cambio tecnológico (el famoso desarrollo de las “fuerzas productivas”) o de una evolución económica inevitable o derivada de las propias características del “sistema”. O de, al menos, las únicas soluciones posibles, o las mejores. No hay tal, sino el influjo de un entramado de intereses, una élite de poder, cuyo núcleo es, desde luego, la plutocracia europea y global, pero a su alrededor gravitan la cúspide de la tecnoburocracia de los Estados y de las organizaciones inter-estatales, como la propia UE, los académicos e intelectuales de referencia, las estrellas mediáticas y muy particularmente los integrantes de los aparatos de los partidos políticos. Entramado que ha institucionalizado/constitucionalizado las exigencias del poder privado del dinero. Tal como lo preveía Friederich Von Hayek, uno de los primeros y principales portavoces intelectuales de las ideas neoliberales. Y, de esta forma, ha situado su poder, totalmente arbitrario, como poder privado que es, por encima de los poderes públicos que podrían condicionarlo y a su vez podrían resultar influidos por la opinión ciudadana.
Prototipo de esa institucionalización son los acuerdos globales, bi- o multi-laterales de “comercio e inversión” que han globalizado el chantaje a las clases trabajadoras y medias. Cuyo modelo es… la propia Unión Europea.

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