La brecha generacional del ajuste salarial

El ajuste salarial vivido en la economía española es uno de los factores más importantes que explican la creciente desigualdad de la renta existente en nuestra sociedad

El ajuste salarial vivido en la economía española es uno de los factores más importantes que explican la creciente desigualdad de la renta existente en nuestra sociedad. La pérdida de peso de los salarios respecto a la renta nacional tiene un doble origen: por un lado, la caída directa de las remuneraciones como consecuencia, entre otras cuestiones, del debilitamiento de la negociación colectiva; y, por el otro, la falta de calidad del empleo creado desde que comenzó la recuperación como resultado de las crecientes temporalidad y parcialidad, hechas posible por las sucesivas reformas laborales. Ambos fenómenos han alimentado los márgenes de beneficio, generando recursos para que las empresas se hayan desendeudado, al mismo tiempo que han mantenido e, incluso, incrementado los dividendos repartidos entre sus accionistas. De este modo, las políticas de devaluación interna han contribuido a ensanchar las disparidades entre aquellas familias cuyos ingresos dependen fundamentalmente del trabajo y aquellas otras para las que las rentas del capital suponen buena parte de sus ingresos. Al mismo tiempo, esas políticas están generando también importantes bolsas de subempleo y pobreza laboral, asociadas a una precariedad severa.

Como muestran los datos del Índice de Precios del Trabajo (IPT), publicados la semana pasada por el INE, el ajuste de los salarios está siendo (el IPT seguía cayendo en 2016) generalizado, ya que está afectando a prácticamente todos los sectores de actividad, categorías profesionales, tamaño de las empresas, género, edad, nacionalidad y, también, comunidades autónomas. No obstante, la intensidad del ajuste ha sido desigual. En concreto, la devaluación salarial ha golpeado de manera especial a los/as jóvenes. La extensión del desempleo juvenil, que llegó a alcanzar al 55,5% (y que aún se encuentra en el 38,6%) de la población activa menor de 25 años; la mayor exposición a los contratos basura y, peor aún, a su contratación como falsos autónomos (especialmente en la denominada “economía de plataforma”); y los menores salarios de partidas recibidos, a pesar de los mayores niveles de formación media que detentan, han provocado, entre otros factores, que sus ingresos laborales se hayan deteriorado más aún de lo que lo han hecho los del resto de trabajadores/as.

En términos reales, frente al 4% de caída de la ganancia anual media, los ingresos salariales de quienes tienen entre 20 y 24 años se han reducido un 23% (con sesgo de género, ya que la brecha entre hombres y mujeres ha aumentado más de 2 puntos en este tramo de edad); los de quienes tienen entre 25 y 29 años, un 17%; los de entre 30 y 34 años, un 15%; y de 35 a 39 años, un 10%. En consecuencia, la ganancia anual de los/as trabajadores/as de entre 20 y 24 años ha pasado a suponer menos del 50% de la del conjunto de trabajadores/as; y la de los/as de entre 25 a 29 años apenas 2/3. No sólo eso, sino que sus tasas de pobreza laboral son 5 puntos mayores que la ya sustancialmente alta media.

No obstante, esta mayor profundidad del ajuste se encuentra lejos de ser consecuencia de una discriminación explícita. No en vano, los salarios reales han retrocedido en todos los grupos de edad, salvo en el caso de la exigua mejora (apenas un 0,5% en total entre 2008 y 2016) de quienes tienen entre 60 y 64 años. Por el contrario, las diferencias existentes son consecuencia del mecanismo de puesta en marcha del proceso de devaluación salarial. En primer lugar, esta devaluación ha tomado, en buena medida, forma de menores salarios de los puestos de trabajo creados en sustitución de los anteriormente destruidos. Esto se acaba traduciendo en menores ingresos en especial para quienes se están incorporando al mercado laboral, es decir, los/as jóvenes. En segundo lugar, esa devaluación se ha instrumentado a través de una reducción del número de horas contratadas, ya sea en términos anuales (temporalidad), o diarios (parcialidad involuntaria, especialmente para las mujeres), acompañada habitualmente de una intensificación de los ritmos de trabajo. Esto también está incidiendo en mayor medida sobre los/as trabajadores/as de menor edad, que se ven obligados/as a integrarse en el mercado laboral a través de fórmulas contractuales precarias. A todo ello, hay que añadir que la creación de empleo se ha concentrado en las ramas productivas de menores salarios, especialmente, en el sector servicios (turismo, hostelería, comercio, etc.), en el que, en muchos casos, también prevalece la contratación de jóvenes.

Estas disparidades salariales se trasladan, además, a la escasa cobertura que las personas jóvenes reciben de nuestro sistema de protección social. El infradesarrollo del Estado de Bienestar español provoca una concentración de las transferencias monetarias en su ámbito contributivo (fundamentalmente, pensiones y prestaciones por desempleo). La discontinuidad de las vidas laborales de los/as jóvenes les impide, en muchos casos, generar los derechos asociados a las prestaciones contributivas; o, en los casos en los que los generan, la vinculación del dichas prestaciones a los importes cotizados provoca que los montantes de las primeras sean completamente insuficientes para salvaguardar frente a la falta de ingresos. No obstante, hay que aclarar que, lejos de deberse a los supuestos privilegios de quienes tienen capacidad de contribuir a la Seguridad Social, estos sesgos son consecuencia de la insuficiencia de la protección social no-contributiva. No en vano, un porcentaje creciente de pensionistas tienen ingresos cercanos al umbral de la pobreza y más del 40% de las personas paradas no tienen ahora mismo derecho a prestación.

En cualquier caso, la retroalimentación entre la mayor severidad de la devaluación salarial y la menor capacidad de las políticas públicas para proteger a las personas jóvenes, está dando lugar a la extensión de la exclusión social entre ellas. El riesgo de exclusión alcanza al 35% de las personas entre 16 y 29 años (de nuevo, con un sesgo de género, en este caso, de más de 3 puntos) y se concentra, además, en los hogares monoparentales (48%), cuidados, en su mayoría, por mujeres. A esto se añaden, además, los dramáticos problemas de acceso a la vivienda, que sufren ya desde antes de la crisis, pero que se han agravado como consecuencia de las reformas de las leyes de arrendamientos urbanos y de SOCIMI aprobadas durante los últimos años.

Los efectos generacionales de todo ello están siendo devastadores en forma, primero (y como es bien conocido), de emigración forzada de la tantas veces cacareada “generación mejor preparada de la historia”; segundo, de auténtico despilfarro del potencial productivo de quienes se han quedado, condenados/as a trabajar en actividades y categorías profesionales para las que, en muchos casos, se encuentran absolutamente sobrecualificados/as; tercero, de generación de un techo de movilidad social para los/as jóvenes como consecuencia de las mayores precariedad y riesgo de exclusión que sufren, las cuales tienen efectos acumulativos; y, en definitiva, de obstaculización de la misma posibilidad de emprender proyectos de vida propios.

Sin embargo, todo ello no justifica concluir que existe algún tipo de conflicto intergeneracional. Como ya hemos comentado, uno, la brecha generacional se debe al modo de acometer el ajuste salarial, que, en todo caso, ha afectado a todos los estratos de edad; y, dos, la falta de protección social es fruto del infradesarrollo del Estado de Bienestar, cuyo actual diseño está lejos de convertir en privilegiados/as a los/as pensionistas. Más aún, en realidad existe una convergencia de intereses entre generaciones. Por un lado, las personas mayores ya realizan su contrapartida en forma de cuidados. Por el otro, no existe mejor manera de asegurar unas pensiones dignas que lograr el pago de salarios decentes. A la inversa, si no se revierte cuanto antes, el ajuste salarial seguirá cuestionando las pensiones, al mismo tiempo que se proyecta hacia el futuro.

Restringir las becas y acabar con las formas de contratación (por cuenta ajena o propia) fraudulentas; potenciar la negociación colectiva, asegurando la cobertura de los colectivos de jóvenes precarios/as; transformar el modelo productivo con el objetivo de aprovechar su potencial creativo; poner en marcha una política real de retorno de los/as emigrados/as; desarrollar la protección social al margen del ámbito contributivo; construir un extenso parque público de vivienda; respaldar el cooperativismo y la economía social y solidaria como alternativas productivo-laborales; etc., son medidas imprescindibles si no queremos que la década pérdida que ha vivido nuestro país acabe de dar lugar a una auténtica generación perdida.

Ricardo Molero Simarro, Doctor en Economía por la Universidad Complutense de Madrid  @ricmolsim

fuente: La paradoja de Kaldor

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