El capitalismo de amiguetes no se instala con Donald Trump, es que nunca hubo otro
1.- Los anuncios, un poco exagerados, de catástrofe bursátil y las políticas de Trump… iba a ser la catástrofe.
En el muy improbable caso de que el candidato Trump llegara a ganar las elecciones presidenciales a los EE.UU. las bolsas caerían en picado. El mayor fondo de capital riesgo estadounidense, Bridgewater Associates, preveía una caída de 2.000 puntos (más del 10%) en el Dow Jones, el principal índice industrial de la Bolsa norteamericana. No sólo no ha sido así si no que las subidas han colocado el índice en máximos históricos, en algunos momentos de la jornada del 6 de enero de 2017, a las puertas de los 20.000 puntos (ver al respecto http://www.elperiodicomediterraneo.com/noticias/economia/planes-economicos-trump-seducen-mercados-eeuu_1039981.html).Y, sin embargo, todo esto era perfectamente previsible. Pues, desde el primer momento, las políticas anunciadas por Donald Trump, no podían ser sino beneficiosas para las grandes compañías que constituyen la masa de las cotizaciones que ponderan para los índices bursátiles. En efecto, qué se podía esperar del mediático y excéntrico ultra-rico, que ganó en votos electorales, aunque no en el voto popular, a Hillary Clinton, la representante principal de los ultra-ricos. Empresas armamentísticas, constructoras (sector de negocios del presidente), de energías sucias, especialmente petroleras, y, por supuesto, del sector financiero, y la plutocracia global, aquél al servicio de ésta, están destinadas a ser las ganadoras en los cambios de las reglas de juego promovidos por el gobierno del nuevo presidente.Por si quedara alguna duda al respecto, los principales cargos económicos, que promueve el nuevo presidente están en el meollo de Wall Street y son expertos especuladores, ligados a los fondos de cobertura o a los fondos buitre. Como Steve Mnuchin, Secretario del Tesoro, ex alto cargo e hijo de un socio de Goldman Sachs, ejecutivo y máximo responsable de un hedge fund, inversor en el Banco IndyMac, con el que se enriqueció a base de desahucios en gran escala tras la crisis. O como el Secretario de Comercio, el tiburón de las finanzas Wilbur Ross, llamado “el rey de la bancarrota”, cuyas principales habilidades son la deslocalización de la producción y la venta de empresas en dificultades a intereses extranjeros.
Con esos mimbres el cesto de las políticas que se preparan son (mucho) más de lo mismo. Una profundización en las que se han venido desarrollando en las cuatro últimas décadas. Cuya medida estrella es, como no podía ser de otro modo, una (nueva) bajada de los impuestos a los de su clase, a los ricos y a las corporaciones que ellos poseen, cuyos tipos pasarían del 35 al 15%.
Lawrence Summers, antiguo economista jefe del Banco Mundial de 1991 a 1993, secretario del Tesoro con Clinton y presidente del Consejo de Asesores de Obama, que no es precisamente un corderito, ha publica recientemente, en el Financial Times, que las políticas de Trump “favorecerán en gran medida al 1% de los estadounidenses que más dinero gana, incrementarán enormemente la deuda federal, complicarán el código tributario y harán poco o nada para estimular el crecimiento.” Y esto, partiendo de quien considera a las reformas fiscales “bipartidistas” de Reagan en 1986, que pusieron las bases de los incrementos de la desigualdad que han venido acelerándose desde entonces, el arquetipo de la equidad, es ya demasiado.
Claro que, al mismo tiempo, la política de Trump promete un aumento del gasto público, en especial en armamento e infraestructuras, lo que, obviamente, sólo puede venir de la mano de a) un incremento del endeudamiento público, que deberán pagar las futuras generaciones que paguen impuestos, de lo cual, por supuesto, los mega-ricos esperan librarse, erosionando, además, las políticas de bienestar de los futuros gobiernos, y la discrecionalidad para establecerla; o b) de una caída inmediata del gasto social; o c) de un incremento de los impuestos indirectos que gravitan sobre la mayoría social, o, d) lo más probable, de todo ello a la vez. Incrementando, así, la regresividad de los impuestos y del gasto público, tal como preconiza la economía convencional neoliberal y neokeynesiana, y que se ha venido estableciendo, de modo acelerado, durante esos cuarenta años.
A lo que deben añadirse las (mal) llamadas políticas económicas “estructurales” (puesto que el cambio de la estructura fiscal es la clave de estas políticas). Que, obviamente, también favorecen a los mismos. Se trata, como no, de las famosas “des-regulaciones”, o para ser exactos, re-regulaciones en beneficio del poder y el privilegio de la minoría de poderosos e influyentes, eliminando las protecciones y las prestaciones que quedan entre las que, hasta el momento, se garantizaban a todos los demás. Por supuesto, se anuncia decididamente que la, rácana, protección sanitaria que se ofrecía, mediante los seguros de salud, a la población desprotegida sea desmontada. También la enclenque legislación laboral irá desapareciendo. ¡Ah! y, por supuesto, la política ambiental favorecerá a los ricos que tan comprometidamente han estado combatiendo la protección ecológica. Perdedores, nadie que cuente. La clase media, las clases trabajadoras, la vida, en general. El 90 o quizá el 99% de la población.
Y no es de extrañar que las políticas anunciadas por el gabinete de Trump respondan a esos intereses, pues son los que refleja la composición del propio gabinete. Quizá ahora no haga falta que esos sectores cabildeen desde el exterior, porque son ellos mismos. Pues, la fortuna personal de los designados por Trump es de decenas de miles de millones de dólares. Con mucha diferencia, disponen de un patrimonio neto superior al de cualquier otro gobierno de la historia de EEUU, que nunca han sido unos pobretones. También reúnen a los herederos de algunas de las fortunas más considerables del país (y del mundo).
2.- Pero a quién favorecían las políticas económicas anteriores a Trump
No hace falta decir que los ganadores previstos son los que vienen siéndolo sistemáticamente en los últimos decenios, el 1 por ciento de los más ricos, aunque los mayores ganadores estarán más cerca del 1 por mil (el 0’1%) o del 1 por 10.000 (el 0’01%). En los EEUU del inicio del mandato de Trump eso son unas 30.000 personas, de unas 4-5.000 familias amplias. Casi exactamente los mismos que cabildean para obtener esos resultados. Los cuales cada vez consiguen discriminar más a los ganadores, evitando que los beneficios colaterales lleguen a sectores sociales más amplios. O, como dijo el escocés Adam Smith, “el dinero es poder”. Teniendo en cuenta que Smith es el santo y seña de los neoliberales se nota que no lo han leído.
Nada de esto es una novedad. Sino una forma de progresiva aceleración de la concentración de poder y de las políticas resultantes que concentran el privilegio. Su antecedente inmediato, las políticas económicas de la era Obama, han favorecido muy destacadamente a los muy ricos. Es sabido que el crecimiento económico generado después de la crisis económica, fue apropiado por la élite del 1% de los más ricos. Concretamente, el 90-95% del total del crecimiento. Frente al nada despreciable 80% de la era Bush Jr. Y del 60% de los mandatos de Clinton. Y así podemos seguir hacía atrás en la apropiación acelerada de los recursos por las élites de poder hasta mediados de la década de los 70.
Puesto que, desde mediados de los años 70 se han invertido los efectos de los 30 gloriosos, desde el final de la II guerra mundial, en que la participación en el ingreso de los grupos en la cúspide de esos países cayó, debido, entre otras cosas, a una reducción moderada del poder social y político de los ricos e influyentes. Con la consecuencia práctica de la estabilidad económica y el progreso de la clase trabajadora y de las clases medias que participaban de los ingresos derivados del incremento de la productividad. Lo cual, al mismo tiempo, era efecto y causa, en un círculo virtuoso, de un aumento de la sindicalización y de la fuerza sindical, correlacionados con el alza salarial, los impuestos progresivos al ingreso y la creación de un sector público creador de bienestar para la mayoría social. La participación en el ingreso nacional de los grupos en la cúspide, de este modo, se mantuvo baja durante tres décadas.
Pero, desgraciadamente, el empoderamiento de los sectores populares era muy débil. Los sindicatos estaban organizados de modo muy vertical y burocrático, y el sector público estaba bajo control del Estado. Por lo que, cuando, tras una enérgica ofensiva de los plutócratas, el Estado ha vuelto, con la complicidad activa de los políticos de todos los colores en posiciones de poder, y de la cúspide de los burócratas, a donde siempre había estado, al servicio de la plutocracia, el poder social se ha concentrado y el privilegio le ha seguido.
EE.UU. desde la década de los 70, ha sido la punta de lanza de las políticas pro-ricos, promovidas por los grupos de presión de los ultra-ricos más influyentes y de las élites de poder de la burocracia del Estado y de las organizaciones internacionales. El efecto combinado de esas políticas y la estrategia de los conglomerados en la cúspide del sector corporativo, especialmente minar el poder de la clase media y chantajear a la clase trabajadora, ha producido los efectos previsibles. Por lo que las diferencias empezaron a crecer a partir de mediados de los 70, drástica y aceleradamente, primero en los EEUU y en Gran Bretaña y más tarde en Europa y Japón.
En efecto, el principal estudio sobre la evolución de la concentración de la riqueza, durante un siglo, desde 1913 hasta 2012 (http://gabriel-zucman.eu/files/SaezZucman2016QJE.pdf ), confirma ampliamente esas hipótesis. Pues, muestra, según los propios autores, que “la concentración de la riqueza en EEUU es inusualmente alta, según los estándares tradicionales, y se ha incrementado considerablemente en las décadas recientes. Según nuestras propias estimaciones, el porcentaje de la riqueza apropiada por el 1% más rico de las familias… ha alcanzado el 42% en 2012. El mayor incremento corresponde al 0’1%,… que ha crecido del 7% en 1978 al 22% en 2012” (véase gráfica de la evolución, en el sitio de internet citado, pág 521). Muy cerca ya del porcentaje (25%) de 1929, que, probablemente, se haya alcanzado ya a estas alturas. Por consiguiente, la coyuntura económica ha vuelto donde solía estar en los años 30 del siglo pasado, y por consiguiente a la depresión continuada, a las llamaradas especulativas y a los crac financieros.
Otro estudio de la Universidad de California, refuerza esos datos, puesto que viene a mostrar que, mientras los ingresos del 1 por ciento en Estados Unidos, se duplicaron entre 1980 y 2010 (los del 0.1 se triplicaron), los ingresos del 90 por ciento (¡9 de cada 10 americanos!) de abajo caían casi el 5 por ciento. Uno de cada seis (y casi uno de cada cuatro niños) viven en la pobreza, y probablemente aumentará esa proporción en los próximos años (citado en David Brooks, ¿Golpes de Estado?, http://www.jornada.unam.mx/2012/07/30/opinion/031o1mun).
3.- Trump y la globalización financiera
Los súper ricos de Estados Unidos no son diferentes de los de Europa o de los países empobrecidos. Antes bien intentan llegar a los estándares de poder y privilegio de que estos últimos gozan en el interior de sus países.
James K Galbraith, en http://www.sinpermiso.info/textos/reflexiones-metodolgicas-y-polticas-sobre-el-capital-en-el-siglo-xxi-y-el-concepto-de-capital, nos lo dice: “Una comparación global ofrece muchos materiales empíricos,… Branko Milanović ha mostrado que las mayores desigualdades se registran en Sudáfrica y en Brasil. Investigaciones recientes del Luxembourg Income Study (LIS) sitúan la desigualdad de ingresos de la India muy por encima de la de los EEUU. Mis propias estimaciones sitúan la desigualdad en los EEUU por debajo del promedio de los países que no forman parte de la OCDE, y coinciden con las del LIS sobre la India.”
Obviamente, el privilegio sigue al poder como la sombra sigue al cuerpo. En los países empobrecidos los ricos y bien relacionados tienen un peso desproporcionado en regímenes que son dictaduras o poseen estándares democráticos muy pobres (y países como España, y Catalunya, están políticamente están más cerca de estos últimos que de los países centrales).
Los ricos pagan, promueven y fomentan estudios académicos o de sus laboratorios de ideas (think tanks) que “demuestren” que son ellos los que generan la inversión y el empleo. Sin embargo, la inversión de su dinero no se produce necesariamente en sus países de origen sino en aquellos que les proporcionan mayor rentabilidad. Para lo que presionan, tanto en, y a través de, las instituciones de sus países de origen como en los de destino de su inversión para garantizarse los mayores privilegios, lo que obviamente incluye empeorar la situación de aquellos a los que va a emplear. P.e. la Cámara de Comercio Americana fue la institución que lideró la ofensiva que impidió la aparición del Código Laboral de la República Popular China en los años 90, lo que hubiera mejorado notablemente la situación de la clase trabajadora china, y hubiera empeorado su posición “competitiva”.
Naturalmente conseguir rentabilizar al máximo sus inversiones depende también de que la globalización económica se desarrolle, facilitando la libre circulación de capitales, fuera del propio país e incluso de las propias áreas económicas. Ya como medio de presionar a la baja los impuestos que afectan a sus negocios y a sus fortunas, para lo que la llamada globalización financiera es esencial. Ya como vía para garantizarse privilegios exorbitantes a través del llamado librecambio, lo que implica la competencia desleal entre las clases trabajadoras, incluidos los autónomos, que garantizan los acuerdos internacionales de comercio e inversiones, mediante organizaciones como la citada Cámara de Comercio Americana, la “Coalición de Industriales de Servicios”, la Tabla Redonda de los Industriales (USRT), el Consejo de EEUU para el comercio internacional (USCIB), el Diálogo de Negocios Transatlántico (TABD) y un largo etcétera de grupos de presión.
De modo que, a través de la libre circulación de capitales, se trata de escabullirse, si es posible legalmente, de pagar impuestos en los países de origen, mediante reducir los tipos efectivos a través de mecanismos de gestión de los impuestos por parte de las grandes empresas y de las grandes fortunas, así como reducir los tipos nominales, mediante la competencia fiscal entre distintos ordenamientos jurídicos, con el fin de evitarse contribuir a la solidaridad colectiva, incluida la seguridad de sus negocios, por lo que resultan más beneficiados que nadie.
Hemos dicho si es posible legalmente, pero, por supuesto, con tal de pagar lo menos posible no se hace ascos a nada. Según Tax Justice Network, “Entre 21 y 32 billones de dólares en riqueza financiera están escondidos en paraísos fiscales o bancos en el extranjero (unas 80 jurisdicciones), tanto fondos legales como ilícitos,… Más del PIB anual sumado de EEUU y Japón. / Al incluir este tesoro la desigualdad es mucho mayor… más de 30% de la riqueza financiera en el mundo es controlada por 91 mil personas, o el 0’001 por ciento de la población mundial.”
Sigue diciendo David Brooks, en el artículo mencionado, que “En 139 países de ingreso medio y bajo estudiados en esta investigación, las elites habían trasladado entre 7.3 y 9.3 billones de dólares de riqueza no reportada al extranjero entre los años 70 y 2010, mientras la deuda externa de estos países había llegado a 4.08 billones de dólares en 2010.”
De modo que, por un lado, los paraísos fiscales y el secreto bancario, el epítome de la globalización financiera, drenan una enorme cantidad de recursos de los países, mientras por otro concentran la renta y la riqueza en beneficio de los más ricos. En definitiva son los plutócratas los que comprometen la viabilidad de las pensiones y la calidad de los servicios públicos mediante la reducción de la base de los impuestos y el fraude fiscal.
Por supuesto, cuando Trump critica al poder establecido en Washington y a la globalización, no se refiere para nada al verdadero poder en la sombra, a la élite plutocrática, ni a sus instrumentos para obtener las mayores ventajas, la competencia fiscal entre ordenamientos jurídicos, los paraísos fiscales (que los cursis llaman jurisdicciones offshore) o el fraude fiscal. De hecho las principales propuestas de su campaña en materia fiscal eran la bajada de impuestos a las grandes corporaciones y a las grandes fortunas. EEUU hasta ahora, es decir antes de Trump, se ha caracterizado por exigir, y obtener, información de la UE (y de las restantes áreas económicas), pero también por no aportar la misma información por su parte. Convirtiendo a EEUU en el principal paraíso fiscal del mundo, especialmente a través de Estados de la Unión como Delaware, Wyoming, Dakota del Sur, Nevada o Alaska.
De Trump, un presidente que se negó a publicar su declaración de la renta, y del que se sospecha con todo fundamento que está tan en contra de los impuestos que, simplemente, no los paga, no puede precisamente esperarse sino que acentúe hasta la exasperación la globalización financiera. Especialmente el papel de paraíso fiscal y de secreto bancario que ya juegan los EEUU y que favorezca los mecanismos de competencia fiscal y de fraude fiscal que permiten a la plutocracia global, al mismo tiempo, no contribuir a la solidaridad colectiva y obtener todo tipo de ventajas, incluso competitivas, respecto de las empresas más fijadas al territorio, especialmente las pequeñas.
Por si faltara algo, la Heritage Foundation, el laboratorio de ideas del que obtuvo alguno de sus principales asesores en materia económica, constituye, junto con los paraísos fiscales más agresivos, de los cuales reciben financiación, el principal grupo de presión a favor de los paraísos fiscales…
4.- Trump y la globalización comercial
Pero la principal estrella de las políticas que se anuncian por parte del gobierno de Trump es la política comercial, bajo el signo, se dice, del proteccionismo. Con la finalidad declarada de asegurar empleos bien remunerados a la clase obrera blanca de la américa profunda que le ha dado el triunfo electoral.
El planteamiento de Trump respecto de los acuerdos comerciales sí supone un cambio significativo en las políticas respecto de las presidencias anteriores. De hecho, según las declaraciones del candidato, el proyecto parece estar centrado en renegociar, o abandonar en caso de que los otros socios, Canadá y, sobre todo México, no acepten cambios sustanciales en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Se da por muerto en cuanto a la participación de EEUU, por la vía de no ratificar, el Tratado de Asociación Transpacífica de Comercio e Inversiones y, en caso de ponerle trabas para aplicar aranceles más elevados y sanciones a las importaciones, se plantea retirarse de la Organización Mundial de Comercio (OMC). También parece pretender echar el freno en las negociaciones al Acuerdo de Asociación Transatlántica de Comercio e Inversiones (ATCI, TTIP por sus siglas inglesas) e imponer sanciones a China por lo que considera prácticas desleales. La finalidad de esos cambios sería reducir el déficit comercial y recuperar empleos para los trabajadores estadounidenses.
No obstante, ha sido la plutocracia estadounidense, de la que Trump forma parte, que posee y maneja el poderosísimo sector corporativo, la que presionó intensamente para la adopción de los acuerdos de Marraquech que dieron lugar a la OMC. La que impuso, además, el TLCAN y estuvo intentando por todos los medios un Acuerdo de Librecambio de las Américas, que incluiría toda América del Sur. La que creó los grupos de cabildeo que delinearon las propuestas del Alto Representante de los EU para el Comercio Internacional (USTR, por sus siglas en inglés), presionaron intensamente a la Comisión y a los gobiernos europeos, así como al gobierno de EUA. No es previsible que los plutócratas integrantes del nuevo gobierno, entre los que se cuenta el mismísimo Trump, renuncien voluntariamente a las ventajas inversoras que se derivan de las posiciones alcanzadas, por mucho que una de sus principales promesas electorales, que le han hecho ganar las elecciones, sea el cambio en la política comercial internacional.
Por eso el proyecto del USTR del nuevo gobierno, Robert Lighthizer, es probablemente incrementar las ventajas inversoras de la plutocracia y el sector corporativo estadounidense, al mismo tiempo que se pretende intensificar el chantaje del gobierno de EEUU, sobre sus socios comerciales.
Ésta, en realidad, no es una fórmula muy novedosa. Tradicionalmente, Washington, como las demás potencias que tienen posibilidades de hacer lo mismo, ha obligado a los países receptores de inversiones a aceptar malos negocios y a sus principales competidores a “auto-limitarse”. Formalmente, como en el caso de la restricción “voluntaria” de la venta de automóviles japoneses en el mercado de EUA, en 1986, o informalmente, con compromisos sobre la aceptación de cupos de importación de mercancías de EEUU. Y estas presiones afectan al intercambio de mercancías, pero aún más a las inversiones. Por ejemplo, las presiones que el gobierno de Clinton, incluido personalmente el propio presidente, ejercieron sobre la India para que aceptara inversiones en condiciones leoninas por parte de Enron en el Estado de Maharashtra por una central regasificadora. O las presiones del gobierno de Bush Jr, así como las maniobras corruptoras de la misma empresa para obligar igualmente a la India a aceptar energía eléctrica a precios mucho más altos de los de las propias empresas productoras de la India.
El futuro USTR es un declarado proteccionista en ese sentido especial. Pero probablemente también se refiera, cuando amenaza con una posición de dureza, a Europa, respecto de la cual existe igualmente un fuerte déficit comercial. Amenaza incluso con saltarse las reglas de la OMC, para imponer un cambio de las fórmulas de intercambio.
Lighthiezer es un abogado que formó parte del equipo de Ronald Reagan y ha defendido la causa de algunos sectores económicos perjudicados por la competencia internacional, especialmente de China. Aparte de las quejas sectoriales, la acusa de desviarse de los compromisos adquiridos al adherirse a la OMC en 2001, especialmente mediante la manipulación del tipo de cambio del yuan por parte de las autoridades chinas para garantizarse mantener la competitividad en sus exportaciones (por supuesto, no tiene nada que decir sobre la manipulación del dólar, como moneda de reserva global). Pero, aparte lo que diremos sobre el papel de China en la depauperación del trabajo, la gran cantidad de dólares en reserva, y los efectos que su negativa a seguir financiando el déficit estadounidense puede dotar al gran país asiático de muy buenas cartas para negociar en situación ventajosa.
El gobierno de México, ya se ha avenido a negociar el TLCAN, por si aún no fuera suficientemente nocivo. Curioso, tratándose de un país cuyo desempeño económico, especialmente en la agricultura que compite con el muy industrializado y subvencionado sector de EEUU, se ha visto fuertemente lastrado por ese acuerdo en los últimos 23 años. Pero esto es lo que suele ocurrir con los gobiernos que responden a los plutócratas y a los sectores privilegiados que consideran al poder estadounidense como su protector o padrino global.
En conclusión las políticas proyectadas por el gobierno de Trump parecen tener una doble finalidad. Por un lado profundizar en la división de clases en EEUU, hundiendo aún más a los sectores más empobrecidos, con un cierto componente racista en perjuicio especialmente de negros e hispanos. Por otro, se trataría de solucionar los desequilibrios económicos de EUA a base de intentar aplastar a los países bajo hegemonía estadounidense, y, tal vez, apretar las tuercas al gigante demográfico chino. Y, tal vez, de ahí pudiera derivarse alguna ventaja en favor de los trabajadores blancos en sectores industriales (los blue collars) y las clases medias (los white collars).
Aunque esto último es dudoso. Pues el gigante asiático, como sugeríamos antes, tiene un filón muy apreciado por la plutocracia global. Una gran masa de población preparada para ejercer el llamado “arbitraje del trabajo”, según la expresión de Steven Roach, presidente de Morgan Stanley Asia, economista principal durante décadas de la misma entidad, el segundo banco industrial del mundo, antes de ser barridos todos por la gran recesión, y parte del grupo de asesores del alcalde de Hong Kong. El arbitraje del trabajo, ya lo habréis adivinado no es otra cosa que la destrucción de los derechos de las clases trabajadoras, mediante el chantaje de las deslocalizaciones y la competencia con las masas de los países empobrecidos que van siendo desplazadas, especialmente de las zonas rurales, en situaciones de extrema debilidad.
Por lo mismo, en cuanto al componente de clase de las políticas del nuevo presidente, la duda acerca de la posición de las clases medias, o de la clase trabajadora blanca, no parece que pueda cambiar demasiado su evolución descendente. Aunque los sectores de la llamada subclase (personas que están debajo de la estructura de clases: marginadas y excluidas, que sobreviven entre el desempleo y el empleo precario) sufran un fuerte varapalo, están ya muy depauperadas, de modo que apenas cuentan con recursos que pudieran desviarse a la élite del poder, y su núcleo plutocrático, cuya meta es acumular más y más recursos en forma de dinero o sus equivalentes. Por consiguiente, únicamente en esa clase media puede encontrarse un yacimiento de recursos suficiente, a desviar en beneficio de las élites de poder, de suficiente entidad como para hacer que la estrategia valga la pena.
5.- Capitalismo de amiguetes, sí ¿pero acaso alguna vez hubo otro?
Obviamente, tanto las políticas, como los personajes, de la galaxia Trump, son partidarios sin ambages del régimen de plutocracia del poder del dinero, o de los ricos. Tanto en las relaciones privadas, como en la presión sobre las autoridades públicas.
Sin embargo, esto no es ninguna novedad. Desde el siglo XVII, en que la revolución inglesa introdujo la riqueza en forma de dinero como medio de distribución del poder social, y el gobierno representativo como forma de adopción y aplicación de las decisiones colectivas, la finalidad de los arquitectos del régimen fue superar el gobierno despótico de uno (el monarca) a través del gobierno de los “mejores” en ganar y acumular dinero, de la dictadura colectiva de los plutócratas. Esto es, en Inglaterra, la aristocracia latifundista, los comerciantes de Londres y otros adinerados, en el continente la “clase media”, los simplemente ricos, junto a los aristócratas. En EEUU los grandes propietarios, constituían la “minoría que debemos proteger”, según los constitucionalistas, del vulgo, del populacho, de la masa de los infortunados (sin-fortuna, sin-dinero) y de su ambición de proceder al reparto de las tierras.
El régimen “representativo” fue tan exitoso, que, a principios del siglo XIX, James Mill, podía afirmar, “el poder es cosa de los ricos, quienes lo tendrán siempre, por las buenas o por las malas”. Y, dentro de los teóricos del gobierno representativo, Mill era partidario del sufragio universal, precisamente porque no era demócrata. Las razones aparecen en su artículo sobre el gobierno de la Enciclopedia británica. Dice Mill que, quien haría efectivas sus opiniones en el caso de gobierno representativo con sufragio universal sería la clase media, para entendernos, los adinerados, doblados de plutócratas, pues ejercerían, el poder del dinero, es “esa clase inteligente y virtuosa… que no forma parte de la aristocracia, (pero) que dirige las clases que están por debajo,… de la que se sienten depender,… cuyas opiniones (el pueblo) repite diariamente y se siente honrado de adoptar como suyas… Es aquella porción de la comunidad, que, si la representación se extiende suficientemente, decidirá en última instancia.”
Los periodos posteriores, caracterizados por una u otra forma de imperio y colonialismo de las potencias globales, basadas en la plutarquía (o gobierno del poder del dinero), tuvieron como mecanismo esencial la íntima relación entre los muy ricos y el poder colectivo que el gobierno representativo garantizaba, que tenía su epítome en la administración colonial.
Las diferencias de clase se fueron ensanchando hasta el último tercio del siglo XIX, a partir de la cual se produjeron largas décadas de estancamiento y recesión, con periodos de euforia especulativa, acabadas por sus respectivos crash, cada vez más violentos, concluyendo en el de 1929. Este periodo político tuvo como fondo el empobrecimiento acelerado de las clases medias y la aparición de proyectos demagógicos y autoritarios (grosso modo los fascismos) que competían con ventaja (por el apoyo que recibían de importantes sectores de plutócratas) con las izquierdas radicales. La ruptura de ese periodo culminó con la gran guerra.
La conciencia de la clase trabajadora, que empujaba a sus sindicatos y sectores aliados, la misma segunda guerra mundial, la derrota de los proyectos fascistas, con los que muchos plutócratas estaban comprometidos, y la competición con los regímenes burocráticos del Este de Europa, embridó el régimen de plutarquía, y les obligó a repartir algo más que migajas entre los sectores medios y a permitir el acceso a los recursos a las mayorías sociales. Sin embargo, la permanencia de esas estructuras de limitación del poder, y por consiguiente del privilegio, de las plutocracias fue breve. Pues treinta años es poco comparado con el tiempo transcurrido desde que apareció este régimen social en Europa, y desde entonces han pasado ya más de cuarenta.
La razón es que los cambios no estaban garantizados por un auténtico proyecto. En efecto, la socialdemocracia en Europa y el partido demócrata en América no eran sus impulsores, sino como mucho sus gestores (como se demostró en UK con la lucha del gobierno laborista a partir de 1976 contra los sectores sindicales combativos, aunque mal orientados). Los países del Este, con la inercia catastrófica del proyecto totalitario, se derrumbaron sobre sí mismos, y demolieron a sus títeres en occidente, que habían realizado una enorme zapa de toda auténtica alternativa capaz de crear conciencia social. Los sindicatos, por su parte, acostumbrados a una dinámica de extrema burocratización, como mero medio de obtener ventajas sociales para sus dirigentes, no eran más que un mecanismo para lubricar las relaciones entre clases, totalmente integrado en las estructuras del Estado y dependiente de la plutocracia patronal (tal como James Mill preveía). Por consiguiente, en cuanto la situación cambió las élites de poder, en torno a su núcleo de plutócratas, hicieron virar la situación y lo que parecía imposible, la vuelta a las grandes diferencias de clase, se hizo rápidamente efectivo.
Por supuesto la exasperación creada en la clase trabajadora, pero sobre todo en las clases medias, por la falta de perspectivas que les imponen las maniobras de los plutócratas (que la prensa suele llamar también “magnates”) para acaparar cada vez más recursos, está dando lugar, de modo similar a lo ocurrido en los años 30, a la aparición de movimientos “transversales” de identidad. Esto es de tipo nacionalista, racista, supremacista incluso, los que unen a grupos sociales (con lo que la zorra plutocrática es puesta al cuidado del corral nacional) que responden a determinados tipos étnicos (no raciales, claro, entre los seres humanos las razas en sentido biológico no existen).
La ventaja fundamental de estos movimientos es que hacen aparecer como chivo expiatorio de la situación a los más marginales, con lo que las élites plutocráticas y burocráticas se eximen de toda la responsabilidad que se deriva de sus acciones. Con la ventaja añadida de que son movimientos de corte autoritario por lo que, en ningún momento, los intereses de la mayoría social pueden llegar a orientar las políticas. De modo que las élites no solo pueden mantener las ventajas derivadas de las políticas anteriores sino, como va a pasar con Trump, van a seguir acelerando la concentración del poder y la riqueza en las élites de poder y a dar un nuevo salto en los mecanismos de profundización de las mismas.
6.- La ineficiencia de las alternativas políticas vulgares ante los desafíos de nuestro tiempo (los límites ecológicos y el ataque en tromba de la plutocracia global)
La socialdemocracia, o en EEUU los sectores liberales (en el sentido estadounidense liberal equivale a socialdemócrata, el partidario de la intervención social del Estado) del partido demócrata, suelen explicar que fueron los creadores del Estado del bienestar. No hay tal, como hemos visto, apenas fueron gestores (y no los únicos) de una situación a la que, como proyecto político, apenas contribuyeron.
Actualmente la antigua socialdemocracia europea o los liberales estadounidenses, están divididos en dos grandes sectores:
1) los social-liberales, predominantes con mucho en los diversos partidos, que son, junto a los neoliberales, la otra pata de la revolución de las élites. La que se encarga de sellar o hacer irreversibles los cambios y de su aceleración progresiva. Tienden a insistir en fórmulas que profundizan la desigualdad, como el Estado gerencial o las prestaciones de servicios públicos a través del mercado, que contribuyen a la privatización de la solidaridad colectiva y a la disolución del bienestar.
2) Pero ¿qué ocurre con los sectores más social-demócratas, o más liberales en términos estadounidenses, bastante marginados, por otra parte, en sus propios partidos? Pues, simplemente, que se limitan a intentar volver a la situación anterior.
Pero, esa opción, manteniendo las mismas circunstancias anteriores, es tanto como exigir volver a los volúmenes anuales de crecimiento económico que regularmente se mantuvieron durante los 30 gloriosos años posteriores a la segunda guerra mundial. Pero ahora resulta que los límites ecológicos hacen inviable esa posibilidad en la práctica.
Al mismo tiempo, la distribución del poder social facilita que gobiernos y parlamentos estén sometidos, sin contrapartida, a las presiones y a la hegemonía ideológica y propagandística incontestada de la élite plutocrática. Por cuanto los gobiernos, los partidos y la burocracia del Estado, dejan de estar sometidos a las presiones de una fuerte conciencia de las clases trabajadoras, tal como resultó durante los años 50 y 60. A lo que se añade la desaparición de un régimen alternativo sólidamente establecido, como ocurrió durante el transcurso de la guerra fría. Con lo que, la opción socialdemócrata, que basaría la protección social en la mera propaganda electoral y en la acción de los gobiernos de ese color, y no en la conciencia de la clase trabajadora y en la movilización social, resulta simplemente inviable.
De modo que las tradicionales políticas sociales que garantizaban cierto bienestar para la mayoría social han quedado reducidas a políticas de identidad, protegiendo en el aspecto social, tal vez, a sectores específicos, generalmente minoritarios. Políticas acompañadas acaso de ciertas acciones en favor de los más pobres o de los que tienen ciertos déficits con relación a la mayoría social.
Está bien. Pero si a eso se añade el incremento de las diferencias sociales, y la caída de ingresos consiguiente, se acaba poniendo una carga cada vez más pesada sobre los hombros de la clase trabajadora y de las clases medias, lo que termina por exasperar a aquélla y a éstas, y por favorecer la propaganda de los sectores más estrafalarios y autoritarios de la élite plutocrática. Porque los llamados populismos de derechas no son más que otra palanca junto al neoliberalismo, muchos de cuyos instrumentos utilizan, de la plutocracia.
De modo que las actuales políticas socialdemócratas, tal como ya había ocurrido incluso en épocas más favorables, no sólo no tienden a modificar las estructuras para empoderar a la mayoría social, sino que, por el contrario, tienden a introducir fórmulas que, dentro de su tradición, concentran el poder en manos de burócratas y tecnócratas, del Estado o del mercado, e impiden que las mayorías sociales se hagan conscientes de que únicamente su comprensión e implicación en los problemas sociales puede cambiar las tornas hacia una sociedad más justa y estable.
Por consiguiente, Trump, junto a los sectores de la llamada derecha populista, son, paradójicamente, por los motivos que ya hemos apuntado, los beneficiarios electorales de las políticas neoliberales y social-liberales y de la incapacidad de presentar una opción política distinta por parte de los sectores que aún se adscriben a la socialdemocracia clásica.
Sanders, un socialdemócrata de estilo clásico, en las primarias del partido demócrata, planteó una posible opción. Pero, como suele ocurrir, por las razones antes apuntadas, con las propuestas socialdemócratas (incluidos los llamados populismos de izquierda), Sanders fue derrotado electoralmente. Y, en caso de que hubiera triunfado, sometido a presiones enormes, difícilmente hubiera practicado políticas muy distintas a las que ha aplicado Obama.
7.- Una alternativa efectiva
En conclusión, si queremos hacer retroceder a la plutocracia global, no se trata de retroceder nosotros hasta la situación anterior de los años 70, que ha sido superada por los acontecimientos, tal como plantea la socialdemocracia europea o los llamados liberales en EEUU.
Entre otras cosas, porque es imposible, con lo que la exasperación que se deriva de la falta de soluciones, en una situación cada vez más agravada, es la causa fundamental de la aparición de proyectos racistas, sexistas y autoritarios como los que representa el propio Donald Trump. No se trata, pues, de retroceder, si no, por el contario, de avanzar hacia un nuevo paradigma basado en el empoderamiento colectivo de las mayorías sociales.
Evidentemente, lo más probable es que, junto con los sectores más conscientes, haya que estudiar en profundidad y con rigor los modelos organizativos, mediante la reflexión rigurosa y la libre experimentación (tal como la definían los clásicos libertarios). Y, además, utilizar de la mejor manera posible todos los medios para la convicción social. De modo que el malestar que la presión de las élites de poder, con el fin de acaparar todos los recursos colectivos, impulsadas por una avaricia sin freno, se convierta en otros tantos argumentos y piezas de convicción de la mayoría social en favor de la democracia y de esta última.
Para eso, hay que insistir siempre y a todas horas, en que es precisa la elaboración rigurosa de hipótesis, la experimentación bien planeada y la difusión de los argumentos para lo que debemos producir y organizar los mejores medios. A partir de ahí alcanzar a convicción de la opinión pública, avanzar en la creación estados de opinión estables y, a partir de ellos, promover, mediante la presión social derivada de la movilización de las conciencias, los cambios institucionales precisos.
Autor: Miguel Carpio
Fuente: http://cgt.cat/07-01-2017-el-gobierno-de-los-ricos-1a-parte/