Por qué los países del sur de Europa no podrán luchar contra la desigualdad mientras siga en pie su sistema familiarista de prestaciones sociales

Toda medida política que aspire a reorganizar el trabajo y la vida social con criterios de equidad y buen vivir, deberá tener en cuenta la maternidad, la crianza y la infancia.

La reciente publicación de UNICEF Children of Austerity nos recuerda que la recesión ha golpeado de manera especialmente fuerte a la infancia. Según Gabriel González-Bueno, experto del Comité Español de UNICEF, “abordar en España la pobreza infantil como política de Estado no puede esperar más”. España es, junto a Grecia y Rumanía el país con más altas tasas de pobreza infantil de la UE. Si medimos la pobreza relativa con un umbral “anclado” (en el año 2008), casi el 40% de la población infantil española es pobre, y el incremento entre 2008 y 2014 ha sido de nueve puntos porcentuales. La pobreza infantil es sin duda un factor determinante de la estructura de la desigualdad en las sociedades actuales. Esto es así de manera cada vez más acusada en toda Europa debido al abandono de modelos sociales redistributivos y a la recesión, pero en España y en los países del sur lo es de manera especialmente aguda y vergonzosa.

En 2010 España ya estaba a la cabeza de todos los países europeos de la OCDE en la magnitud de la brecha entre del 10% más rico de la población y el 10% más pobre, varios puntos por encima de Grecia, Portugal e Italia, que junto con España, están entre los países menos redistributivos y entre los que ostentan más altas tasa de pobreza infantil. En 2014 España sigue estando a la cabeza, y si medimos la desigualdad en renta disponible según el índice de Gini solo le superan Estonia, Letonia y Reino Unido. En el otro extremo de las gráficas están los países más redistributivos: Noruega, Dinamarca, Finlandia y la Republica Checa, que son también los que menos pobreza infantil tienen. Existe una fuerte correlación positiva entre la inversión en prestaciones para la infancia y el grado de equidad social general logrado en una sociedad, algo que la experiencia de los países escandinavos pone en evidencia.

La desigualdad se construye con muchos elementos. Uno de ellos es el desempleo, pero tan importante como el paro es la estructura interna del mercado laboral, así como el sistema fiscal y la articulación de las políticas sociales. España, además de estar a la cabeza de los países “ricos” en tasas de desempleo junto con Grecia, Portugal e Italia, es también el cuarto país de la OCDE en volumen de ocupación atípica –una categoría en la que la OCDE engloba empleo temporal, empleo a tiempo parcial y autónomos— y sin embargo, su sistema de protección social se caracteriza por vincular estrechamente el acceso a los beneficios sociales a una participación estándar en el empleo. Pero por más codiciado que sea, ni siquiera el acceso al empleo garantiza actualmente la autosuficiencia económica de la gente: los trabajadores pobres eran en España 2,5 millones de trabajadores en 2015,  y el 46,4% de los empleados tenían en 2013 ingresos salariales inferiores a 1.000 €. Esta polarización social y la debilidad de las franjas medias, no es solo consecuencia del actual capitalismo de casino, sino que en nuestro país se nutre de raíces más antiguas: la moderna desigualdad de las sociedades poslaborales se superpone a otras desigualdades más atávicas y premodernas.

En 2014 había más de 10 millones de personas viviendo bajo el umbral de pobreza en España; pero es en las familias con menores donde la desigualdad se ha cebado: en los informes de Condiciones de vida del INE, todos los hogares con presencia de niñxs tienen índices de pobreza por encima de la tasa general, mientras que en todos los hogares donde no hay menores, las tasas de pobreza están por debajo de la media.

La ausencia de prestaciones para la infancia y la crianza es característica de los regímenes familiaristas del sur europeo, que también se distinguen por un mercado laboral dual, un importante volumen de economía sumergida, y por tener aparatos estatales débiles y fragmentados a merced de redes de poder clientelares. Los programas de transferencias de rentas en estos países protegen en exceso en algunos casos (Pensiones) y dejan en total desprotección otros (Infancia). Así, mientras que el efecto reductor de la pobreza de las prestaciones sociales en los hogares con niñxs es en España de los más bajos de Europa (27,6% en 2013, frente a un 41,3% de la media UE28) el efecto reductor de la pobreza de las prestaciones en los hogares sin niñxs es casi igual al de la media europea (70% incluyendo pensiones). Esta articulación de las políticas sociales determina que España, junto a Rumania, Bulgaria, Grecia e Italia; combine las más altas tasas de pobreza infantil con el más bajo impacto de las ayudas sociales. Este hecho, que se ha agudizado con la crisis, era ya una tendencia consolidada previamente, y es la lógica consecuencia del invariable desinterés que el ámbito de la infancia y las políticas familiares han padecido a lo largo de todas las legislaturas tanto del PP como del PSOE. El resultado de este familiarismo geronto-orientado es que hoy en España son a menudo las personas mayores las que garantizan la manutención de sus hijxs y nietxs. Hemos construido una sociedad en la que hay una fuerte penalización económica de la crianza, y solo los estratos sociales superiores pueden criar a sus hijxs sin la amenaza de la precariedad.

El gasto público en Infancia en España es muy inferior a la media europea. En países como Noruega e Irlanda, más del 12% del total de los beneficios sociales en el año 2014 estaban destinados a Infancia/Familia, en Dinamarca, Hungría y Alemania más del 11%, en Reino Unido, Suecia, Finlandia y Bulgaria más del 10% y en Polonia y Rumania más de un 8%. España e Italia solo le destinaron el 5%, y Portugal y Grecia el 4%. Pero es importante destacar que este abandono de la infancia no es una consecuencia de la terrible crisis actual: en toda la década de los 90 la inversión española en esta función social se mantuvo siempre en torno a un 0,5% del PIB mientras que la media de la Unión Europea estaba por encima del 2%.

El abandono institucional de la infancia hace que el gasto social en España sea especialmente ineficaz: Si observamos en una perspectiva comparada la correlación entre el gasto en protección social excluyendo las pensiones, y la reducción del riesgo de pobreza y exclusión social en la población menor de 65 años, España, con un gasto social de cerca del 14,5% de su PIB solo reducía el riesgo de pobreza en un 28% en el año 2010. Los países nórdicos, con un gasto social de entre un 17% y 20% reducían este riesgo en más de un 50%. Pero lo interesante es observar que un país como Austria con un gasto casi idéntico al de España (14,7%) reducía la pobreza en un 55%, 27 puntos más que España; y Reino Unido, con solo 0,5% más de inversión social, la reducía 22 puntos más. Aún más interesante es que países como Hungría y la República Checa con un gasto social bastante inferior al de España (12% y 10% de su PIB respectivamente) lograban reducir la pobreza en un 52% y un 47%[1]. Lo que realmente caracteriza el gasto público en los países del sur, por lo tanto, no es su parquedad, sino su ineficacia para paliar la pobreza en la población menor de 64 años. De nuevo, esta situación no es consecuencia de la crisis: en el año 2007 España ya estaba a la cola de toda la Unión Europea en su capacidad para mitigar la pobreza mediante transferencias sociales.

Es la absurda y descompensada distribución de la protección social lo que explica su ineficacia para paliar la pobreza y la desigualdad, pero la protección social en España no solo es ineficaz, sino que es regresiva, ya que acaba transfiriendo más recursos a quienes tienen más, mediante unos beneficios sociales anti-redistributivos, muchos de ellos canalizados a través del sistema impositivo y de desgravaciones. Y sin embargo, los medios oficiales siguen repitiendo el mantra del empleo como vía única para combatir la pobreza, y muy en especial, la incorporación de las mujeres a un mercado laboral patriarcapitalista como remedio para acabar con la pobreza infantil y la feminización de la pobreza.

En los países mediterráneos las políticas de conciliación han seguido a pies juntillas la línea marcada por las instituciones europeas en las últimas décadas: subsumir todas las prestaciones para la crianza en el marco de políticas “incentivadoras” del empleo, ofreciendo como único recurso de apoyo la externalización radical a través de la creación de escuelas infantiles. La crianza se considera un inconveniente para el buen funcionamiento del mercado, y la infancia está fuera de la agenda política. Este criterio, que responde a un ideario neoliberal con exigencias de austeridad fiscal, explica que en los países del sur no existan ayudas a la crianza ni prestaciones universales por hijo a cargo, beneficios que en los países que tuvieron regímenes de bienestar redistributivos son habituales; y también el que las prestaciones se limiten a beneficios fiscales y a bonificaciones de la seguridad social para las madres “trabajadoras”. Lejos de tratar de reformar el régimen familiarista, los gobiernos más bien se han apoyado en él; y de manera crítica en los últimos años. La ausencia de políticas desfamiliarizadoras y desmercantilizadoras de los derechos sociales, ha sumido a las mujeres del sur de Europa en dilemas vitales irresolubles. En estos países, la precarización de la crianza inhibe la natalidad y maximiza las dependencias familiaristas, sobre todo las de las madres del varón y de su familia extensa, por lo que la maternidad tiene en el sur unas implicaciones sociales especialmente graves para las mujeres.

No hay manera de crear equidad ni una verdadera igualdad de género sin tener en cuenta las necesidades de la infancia y la realidad de la crianza, y sin desmercantilizar derechos sociales; al menos mientras sigan naciendo criaturas en una sociedad. La precarización de la crianza es un factor crucial y determinante en la articulación de la desigualdad, tanto de clase como de género. A España nunca llegó “el cuarto pilar” de los estados de bienestar, que implica institucionalizar políticas universalistas y desfamiliarizadoras para la infancia y los cuidados. Las ayudas a familias numerosas y para madres “trabajadoras” son parches insignificantes que imprimen un carácter tradicionalista y mercantilista a una situación básica de inexistencia de políticas familiares modernas entendidas como la asunción de una corresponsabilidad del estado en el bienestar de lxs menores. Todos necesitamos algo de estabilidad en estos tiempos líquidos, pero durante la crianza esta necesidad es crítica. Las políticas dirigidas a la infancia asignan recursos a funciones socialmente necesarias, históricamente ignoradas y que van ligadas a hechos vitales básicos, por lo que no es difícil orquestarlas según criterios universalistas ajenos a las interpretaciones y los intereses de los grupos de poder. Toda medida política que aspire a reorganizar el trabajo y la vida social con criterios de equidad y buen vivir, deberá tener en cuenta la maternidad, la crianza y la infancia.

[1] Social Investment Package, Key facts and figures. European Commission, Employment, Social Affairs and Inclusion, Feb. 2013

 

Patricia Merino 
Autora de Maternidad, Igualdad y Fraternidad, Clave Intelectual

 Fuente: Público

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