En España, de acuerdo con las mismas fuentes, a causa de la corrupción se estaría dejando de recaudar un 4,5% del PIB por un total de 60.000 millones de euros anuales.
Hambriento y voraz, el cáncer de la corrupción cada año engulle unos 1,2 billones de euros, lo que representa el 1,25% de la riqueza mundial, el equivalente del PIB de España, según el último estudio de esta primavera del FMI. Un dinero que podría recaer en las arcas públicas y que en cambio se escapa a otros destinos. En España, de acuerdo con las mismas fuentes, a causa de la corrupción se estaría dejando de recaudar un 4,5% del PIB por un total de 60.000 millones de euros anuales.
Sin embargo, estos cálculos hay que considerarlos como una estimación… ¡a la baja! Ray Fisman, investigador de la Universidad de Boston y considerado uno de los máximos expertos en la materia, estuvo esta semana en la capital catalana invitado por el Institut d’Economia de Barcelona (IEB) y advierte que están emergiendo nuevas formas de fraude.
“Hay que ser bastante prudente con estas cifras, porque la corrupción, por su propia naturaleza, es algo muy difícil de medir. Y además se enfoca de manera errónea o parcial, porque se calculan los ingresos fiscales que pierde la administración, pero no se tienen en cuenta otro tipo de distorsiones, como aquellos concursos públicos que se adjudican en base a los contactos personales, en lugar de seguir otros criterios. Tampoco se consideran las pérdidas sociales, cuando por ejemplo se cae un puente en una ciudad a causa de malas prácticas de las administraciones”, subraya.
En efecto, esta lacra no sólo se mide con lo que se deja de recaudar, sino que es también una externalidad que resta potencial a la economía. Así, acabar con la corrupción en España podría elevar un 16% el PIB per cápita en un plazo de quince años, lo que se traduce en un crecimiento anual de la economía de en torno al 1%, como indica el estudio Los costes económicos del déficit de calidad institucional y la corrupción en España, editado por la Fundación BBVA el pasado otoño.
¿Cuál debería ser entonces la definición idónea de corrupción? La clásica sostiene que es un abuso por parte de un funcionario público (un político o un burócrata) con el objetivo de conseguir un beneficio privado. “Esto va más allá de un mero tema legal”, precisa Fisman. “Porque hoy están apareciendo muchas variantes. En algún caso se quiebra la ley para servir intereses particulares. Pero en otros se rompe lo que se considera correcto a ojos de la opinión pública, aunque no se haya roto formalmente ninguna ley. Es el caso que tenemos con Trump. Y también hay corrupción cuando se produce un daño al interés público”.
¿Algún caso concreto? Por ejemplo, en EE.UU. están los lobbies, que con donaciones tratan de influir en la redacción o la aprobación de las leyes. No podemos hablar en sentido estricto de corrupción, porque es un proceso regulado por ley que se lleva a cabo de forma transparente… aunque en la práctica no es siempre así. “Muchas de estas influencias están escondidas a la vista”, señala Fisman. Asimismo, “las ganancias de la corrupción pueden plasmarse en una cuenta bancaria suiza o en un reloj de alta gama, pero también pueden producirse sin que haya un pago determinado, por ejemplo, consiguiendo un trabajo para mi nieto”.
Al respeto, es significativo como el grupo del Consejo de Europa en contra de la corrupción (Greco) hace un par de semanas emitió un duro alegato sobre las prácticas de las puertas giratorias en el Congreso de EE.UU., en particular para evitar que sus miembros durante el mandato parlamentario estén negociando su próximo cargo para convertirse en lobbistas. En la actualidad la mitad de ellos cambia de bando al acabar la legislatura.
Fisman alerta sobre un canal por donde se infiltra la corrupción con cierta facilidad hoy en día: la financiación de las campañas electorales. El vicecanciller austriaco Heinz-Christian Strache tuvo que dimitir hace unos días al trascender que prometía favorecer desde el Gobierno los negocios de una supuesta sobrina de un oligarca ruso, a cambio de ayuda mediática y donaciones. “Si se producen distorsiones de campañas electorales, de alguna manera sí creo que podemos hablar de corrupción”, sostiene.
Este experto señala también casos de corrupción moral de las instituciones y cita el caso de Haití, cuando el dictador de turno desmontó las vías del tren para vender el metal como materia prima. “Se deshizo de un activo productivo para conseguir liquidez. Esta también es una forma de corrupción”.
Sin embargo, pese a ello, a menudo los electores perdonan al político e incluso pueden llegar a premiarlo a su regreso electoral. ¿Cómo es posible? De acuerdo con sus investigaciones, entran en juego varios factores en la percepción del fenómeno. Por un lado hay cierta resignación, bajo el lema “en la clase política no hay esperanza” o “total, todos son iguales”, y es un poco lo que ocurrió, según él, con la elección de Trump. “Bill Clinton se aprovechó de la campaña de su mujer para cobrar más por sus conferencias. Y esto también perjudicó a Hillary a la hora de votar”.
Y luego está el discurso económico. Se llevó a cabo un estudio en Suecia y en Moldavia. Y los resultados fueron sugerentes. Los moldavos desaprueban la corrupción sólo si la economía va mal. Los suecos, en cambio, la juzgan de forma negativa siempre. “Suharto, en Indonesia, llegó al poder con un golpe de Estado, se enriqueció, pero, al mismo tiempo, el país creció. Hoy Indonesia es uno de los estados más corruptos. Pero como el país salió, según los datos agregados, de la pobreza, los indonesios no lo valoran de forma tan negativa”, señala el profesor estadounidense.
Su apunte final: el auge del populismo se explica también por la corrupción. “Los candidatos antisistema enarbolan la bandera de la honestidad, y eso es un argumento que desde el punto de vista electoral en estos momentos es ganador”.
La Vanguardia, Piergiorgio M. Sandri, 09/06/2019