Formular las preguntas adecuadas resulta esencial a la hora de enmarcar los debates y perfilar las alternativas.
En relación a las migraciones, la pregunta que, en mi opinión, obligatoriamente hay que contestar y que las izquierdas, si este calificativo tuviera algún sentido, debería intentar responder es la siguiente: ¿cuáles son las causas estructurales que explican el aumento de los grandes y crecientes flujos migratorios Sur/Norte o, en otras palabras, por qué razón los países del Sur “expulsan” población? Responder esta cuestión es crucial, si se quiere conocer la dimensión actual y potencial del “problema migratorio” y, lo más importante, si existiera voluntad para encararlo.
No ha sido esa la dinámica observada en la Unión Europea (UE), ni en la mayor parte de los países que la integran, donde ni siquiera han aterrizado en este debate. Sus políticas han consistido básicamente en levantar muros y estigmatizar a las personas migrantes, responsabilizándolas de un supuesto aumento de la inseguridad ciudadana y de la degradación de las condiciones sociales y laborales, al tiempo que se han vulnerado principios básicos de la regulación internacional en materia de acogida y respeto de los derechos humanos… ¡el caldo de cultivo para el avance de los fascismos! ¿Decimos que ese avance es preocupante? Pues hagamos otra política, no queda otra.
Estamos ante un asunto sin duda complejo, por la diversidad de factores que hay que introducir en la reflexión (económicos, sociales, políticos y hasta culturales). Aquí tan sólo me centraré, de manera sucinta, en tres planos que considero relevantes: las brechas crecientes en los niveles de ingreso por habitante, el aumento de la pobreza extrema y la trampa de la deuda externa; estos tres ámbitos se encuentran estrechamente relacionados entre sí y se refuerzan mutuamente, describiendo un bucle costoso para los pueblos, aunque muy beneficioso para las élites, del que cada vez es más difícil salir y que está en el origen de las grandes corrientes migratorias.
Antes de entrar en materia, una precisión metodológica a tener muy en cuenta. A menudo, sobre todo a partir de la irrupción de la pandemia y de la guerra de Ucrania, se utiliza la expresión “Sur global”, pretendiendo que la misma acota un amplio grupo de países, que presentarían características similares y, lo más importante, que tendrían intereses compartidos, al menos en aspectos fundamentales.
Nada más lejos de la realidad. De hecho, aunque el grupo de los denominados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), con las recientes e importantes incorporaciones, han ganado relevancia a escala global y suponen, con todos los matices y las diferencias que existen en su seno, una voz distinta de la de las grandes potencias, opino que, al menos hasta el momento, no existe como espacio analítico y político ese “Sur global”.
Las economías de los países que supuestamente lo integran presentan perfiles estructurales muy diferentes, por no hablar de la diversidad de las políticas llevadas a cabo por sus gobiernos y de los intereses que representan; reparemos, sólo por mencionar algunos ejemplos que me parecen evidentes, en las radicales diferencias que existen entre China y Pakistán, o entre México y Guatemala, o entre Argelia y Sudán.
Atendiendo a estas consideraciones y para evitar generalizaciones excesivas, tomaré como referencia de ese supuesto “Sur global” el grupo de países que conforman el África Subsahariana (AS), siendo consciente de que también dentro de este grupo hay notables diferencias. Estamos hablando de 48 Estados, donde, según los datos proporcionados por el Banco Mundial (BM), en 2023 vivían 1242 millones de personas, el 15,5% de la población mundial.
¿Qué ha sucedido con los niveles de renta por habitante del AS? El grupo de referencia que utilizaré para presentar su evolución en términos comparativos será la Europa comunitaria, donde también resulta evidente, aunque no me detendré en ello, que las disparidades entre las economías que la conforman son asimismo sustanciales; una cuestión muy importante a tener en cuenta a la hora de examinar la consistencia, las contradicciones y la viabilidad del denominado “proyecto europeo”.
Con todos los límites asociados a la utilización del indicador de renta por habitante, tanto en su construcción como en su interpretación -en realidad, los de todas las ratios agregadas que se utilizan a menudo en el análisis de los procesos económicos, que se suelen presentar, erróneamente, como evidentes e incuestionables-, encontramos una información que resulta muy reveladora (figura 1).
A partir de las estadísticas del BM, entre 1971 y 2021 (último año para el que se dispone de información), la trayectoria seguida por este indicador en las dos regiones analizadas revela unas disparidades que, tendencialmente, lejos de mitigarse, se han acentuado. En el primero de esos años, la renta por habitante del AS equivalía al 9,5% de la europea y trascurrido medio siglo tan sólo representaba el 4,1%.
No hay duda, medida por este indicador, la brecha entre ambas regiones se ha ampliado, en los últimos años con más intensidad; la utilización de otros indicadores más específicos, de corte estructural (como el peso de las actividades de media y alta tecnología en la producción y las exportaciones o el gasto en salud por habitante), en los que aquí no entraremos, apuntan en la misma dirección.
Estamos ante una cuestión de la máxima trascendencia, no sólo porque uno de los pilares medulares de la economía convencional sostiene que la globalización de los mercados proporciona las mayores ventajas a las economías más rezagadas, y dentro de ellas a los segmentos más débiles de la población, siempre que se comprometan con las políticas liberalizadoras -comerciales, inversoras y financieras-, sino porque la evidencia de una situación caracterizada por divergencias crecientes con respecto a la UE, debería abrir las puertas a una reflexión profunda sobre los bloqueos estructurales, tanto internos como externos, que impiden el desarrollo de los países pobres.
El segundo de los indicadores que presento apunta a la evolución de la pobreza absoluta. El BM considera que, en términos monetarios, una persona es absolutamente pobre si su nivel de ingreso es inferior a 2,15; 3,65; o 6,85 dólares al día (esta institución utiliza una u otra cantidad dependiendo de la zona de estudio). Son evidentes, también para el BM, las carencias de este medidor que pone el foco en la pobreza de ingreso. Por esa razón, esta institución -siguiendo la estela de otras, como el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo- ha lanzado el índice de Pobreza Multidimensional, que pretende aportar un perfil más cualitativo y complejo, para el cual todavía no existe información suficiente y actualizada.
Pues bien, la figura siguiente muestra para los tres valores señalados la situación del AS para el periodo 1990/2019; lamentablemente, no hay datos para los últimos años, pero con toda seguridad la pandemia, la guerra de Ucrania, la inflación y la prioridad concedida por los gobiernos al aumento de los gastos militares han intensificado la pobreza monetaria en la región.
Esta figura ofrece información del número de pobres de acuerdo a las tres métricas. La trayectoria seguida en el tramo temporal analizado es de claro aumento en las dos primeras (3,65 y 6,85) y mantenimiento en un nivel elevado en el caso de la más estricta (2,15 dólares diarios). En este último caso, estamos hablando de que en 2019 el 36,7% de la población, lo que supone 411 millones de personas, sobrevivían (y morían) en situación de extrema pobreza.
También aquí contrasta el mensaje que se lanza desde las organizaciones internacionales y los foros globales, que proclaman una continua y apreciable reducción de la pobreza en los países del Sur. Una afirmación equivocada y sesgada, al menos en lo que concierne al AS. Valoración que incluso a escala global habría que matizar. Es conocido, aunque algunos se empeñen sistemáticamente en ocultarlo, que una parte fundamental de los buenos resultados agregados se explican por los logros de China; de hecho, las estadísticas referidas al denominado Sur Global son muy diferentes si se incluye o no a este país.
Detrás de estas cifras que pretenden dar cuenta de la pobreza en la región, hay millones de personas que soportan situaciones de hambrunas permanentes; según la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, en el AS casi una cuarta parte de la población, 284 millones de personas, padecen enfermedades crónicas y carecen de servicios esenciales para la vida (como el agua corriente y la electricidad).
En este contexto de extrema precariedad y vulnerabilidad, es obligado señalar el formidable impacto en la región del creciente desorden en el clima a escala global. Si bien el continente africano es responsable de una pequeña parte de las emisiones totales de dióxido de carbono, menos del 10% de las mismas (los grandes emisores son los países ricos y, sobre todo, los ricos de estos países), sufre el efecto devastador de ese cambio en forma de episodios climáticos extremos, como inundaciones y sequias devastadoras, con un enorme coste económico, social y en vidas humanas.
Esta dramática situación está en el origen de importantes desplazamientos de población, tanto dentro de África como en dirección a Europa.
Vayamos al tercer y último indicador que propongo poner sobre la mesa para analizar el mar de fondo de las corrientes migratorias: la deuda externa. Según las estadísticas del Fondo Monetario Internacional, esta, medida como porcentaje del Producto Interior Bruto, ha aumentado de manera sustancial en los últimos años, pasando desde el 21,8% del PIB en 2008, hasta el 46,6% en 2023. Y lo que todavía es más importante, el coste de devolución de la misma, pagos realizados en concepto de intereses y amortización de los créditos, también describe una marcada tendencia ascendente; el porcentaje que supone de las exportaciones era en 2008 del 18%, alcanzando en 2023 el 33,2 %. Es importante destacar que la parte de la deuda en manos de acreedores privados ha aumentado en relación al total, lo que encarece su coste y hace más compleja su reestructuración, provocando que algunas de las economías de la región se hayan declarado en suspensión de pagos.
La deuda es una trampa porque, en lo que hace referencia a la pública, los desembolsos realizados por los gobiernos -que parten de unas finanzas en extremo precarias (escasa capacidad recaudatoria y altos niveles de fraude)- para atender a los acreedores les privan de recursos que serían imprescindibles para hacer frente a inversiones productivas y sociales vitales para salir del subdesarrollo y enfrentar la pobreza; porque la magnitud de la deuda depende de factores que en absoluto controlan, como las políticas monetarias de los países ricos; y, en fin, porque las economías que ya están sobre endeudadas deben afrontar elevadas primas de riesgo cuando solicitan nuevos préstamos.
Con esta situación (que acabo de presentar de manera sucinta), caracterizada por divergencias crecientes, pobreza en aumento y niveles de deuda externa elevados, y con la perspectiva de que todo ello podría agravarse en los próximos años y décadas, los desplazamientos de población, tanto internos como externos, se intensificarán.
Para revertir esta dinámica de empobrecimiento y exclusión, sería necesaria una enérgica y ambiciosa actuación en materia de cambio climático, restructuración de la deuda y ayuda al desarrollo por parte de los países ricos y las instituciones globales -la muy mal denominada Comunidad Internacional- que ni está ni se la espera. El escenario que más bien cabe contemplar es un suma y sigue; eso sí, acompañado de grandilocuentes declaraciones y de medidas claramente insuficientes.
Si se mantienen las actuales coordenadas políticas, una derecha en ascenso y unas izquierdas tibias y complacientes con el statu quo, las políticas depredadoras de gobiernos y corporaciones, cuyo objetivo fundamental es hacerse con el control a bajo precio de materias primas estratégicas abundantes en el continente africano -litio, manganeso, grafito, cobalto, petróleo, gas-, continuarán imponiéndose. En este escenario, no habrá muros que puedan contener las migraciones procedentes de África, en busca de una vida mejor, que pretenden encontrar en Europa.
Fernando Luengo
El Salto