El viejo contrato social, que representaba un compromiso entre generaciones, se está deshaciendo ante nuestros ojos. El Gobierno se dispone a acometer la enésima reforma de las pensiones, recortando aún más las ya exiguas prestaciones y convirtiendo a los ancianos en trabajadores pobres.
Le llamaban Buenamuerte y siempre había trabajado en la mina. Sus esputos negros son todo un presagio del futuro que aguarda a los protagonistas de Germinal, la inmortal novela de Emilio Zola. Cincuenta años bajando a la mina, tres accidentes graves y una sucesión de trabajos extremadamente duros desde que tenía ocho años. Ahora, ya anciano y carcomido por la silicosis, acarrea carbón en el pozo de Voreaux mientras espera vanamente una pensión de 180 francos que le permitirá descansar.
Testigo privilegiado del conflicto que atraviesa la novela, el viejo sigue trabajando hasta que la enfermedad interrumpe de manera abrupta una trayectoria laboral que se prolonga durante toda la vida. Su sentido del humor y su proverbial resistencia lo hacían muy querido por sus compañeros, que como no reventaba le llamaban Buenamuerte. Su figura ilustra y resume uno de los rasgos más obscenos del capitalismo durante el siglo XIX: la utilización abusiva de los ancianos como mano de obra barata por parte de las empresas.
Como si de un déjà vu se tratase, el fantasma de Buenamuerte ronda nuevamente las pensiones de los jubilados. La ministra de Empleo y Seguridad Social en funciones, Fátima Báñez, ha anunciado que cuando arranque la legislatura el Gobierno permitirá compatibilizar la pensión de jubilación con la realización de cualquier trabajo por cuenta propia o ajena, elevando del 50 al 100 por cien la cuantía de la prestación que puede simultanearse con el desarrollo de una actividad profesional. Recordemos que, desde su introducción en 2013, la denominada “jubilación activa” implica una reducción del 50 por cien en la cuantía de la prestación a percibir por el beneficiario con independencia de la jornada efectivamente realizada, lo que supone una importante limitación en el recurso a esta modalidad de jubilación. Adicionalmente, para reforzar la sostenibilidad del sistema de Seguridad Social, se contempla una cotización especial de solidaridad del 8%, no computable a efectos de prestaciones, corriendo el 6% a cargo de la empresa y el 2% a cargo del trabajador.
Por lo pronto, la intención del Gobierno es difícilmente conciliable con el tenor literal del artículo 213 de la Ley General de la Seguridad Social, donde se establece que la pensión de jubilación “será incompatible con el trabajo del pensionista, con las salvedades y en los términos que legal o reglamentariamente se determinen”. Esta norma, ahora cuestionada, traslada al orden jurídico una conquista histórica del movimiento sindical: la garantía del retiro obrero en condiciones de bienestar y “suficiencia económica”, por retomar la expresión del artículo 50 de la Constitución Española de 1978.
Partiendo de esta base, los diversos instrumentos que permiten compatibilizar el trabajo y la pensión en nuestro ordenamiento, como la jubilación flexible, la jubilación parcial o la anteriormente citada “jubilación activa”, están rodeados de cautelas y han tenido muy poca incidencia práctica. Ahora, la ministra apunta a la supresión de estas limitaciones y a la plena normalización de lo que siempre ha sido una excepción, es decir, la compatibilidad entre el trabajo y el disfrute de la pensión de jubilación.
En nuestra opinión, esta opción legislativa está relacionada con las últimas reformas del sistema de pensiones aplicadas en nuestro país, que implican un recorte sustancial en la cuantía de las prestaciones. Como cabía esperar, sus efectos se despliegan de manera progresiva y no se percibirán plenamente hasta la entrada en vigor del factor de sostenibilidad en 2019, pero ya han empezado a sentirse en el poder adquisitivo de las pensiones. Si consideramos la revalorización prevista para el año próximo en el plan presupuestario que el Gobierno acaba de enviar a Bruselas (0,25 por ciento), las conclusiones son inapelables. La evolución acumulada y comparada del IPC y de las revalorizaciones aplicadas desde 2011 revela que las pensiones han sufrido una pérdida de poder adquisitivo del 3,55 por ciento en el caso de las prestaciones superiores a 1.000 euros, y del 2,55 por ciento para cuantías inferiores a esa cifra. Todo hace pensar que esta tendencia persistirá y se intensificará en los próximos años, obligando a muchos jubilados a compatibilizar el cobro de la pensión con el desarrollo de una actividad laboral.
Ya ocurre en otros países de Europa. En Alemania, por ejemplo, la reforma de la jubilación acometida en 2004 introdujo un factor de sostenibilidad que vincula las pensiones a la evolución de la población activa, lo que ha supuesto una importante reducción de las mismas con el transcurso del tiempo. Según Carmela Negrete, el número de jubilados que se ven forzados a trabajar se incrementa continuamente, alcanzando la nada despreciable cifra de 140.000 pensionistas sólo en la región de Baviera.
Para escapar de la pobreza, los ancianos aceptan los llamados minijobs, una suerte de trabajos mal pagados y no cualificados en los que se exponen a todo tipo de abusos. En el país teutón, los pensionistas se han convertido en una reserva de mano de obra barata y fácilmente explotable. Si se cumplen las previsiones de Fátima Báñez, España transitará por la misma senda y abrirá la puerta a la sobreexplotación de las personas durante la tercera edad. Sin olvidar que, con ello, la Seguridad Social podrá seguir recaudando las correspondientes cotizaciones, lo que no es cuestión menor ante una previsión de déficit de casi 19.000 millones de euros en 2017.
En nuestro país, muchos ancianos atraviesan una existencia precaria. El 20% de las pensiones contributivas y la totalidad de las no contributivas se encuentran por debajo del umbral de pobreza. El 72% de los jubilados perciben una pensión inferior a 1.100 euros y el 49% está por debajo de 700 euros. Muchos de ellos ni siquiera han acabado de pagar su hipoteca. Las reformas gubernamentales los están convirtiendo en una fuente de trabajo precario y mal pagado, permanentemente dispuestos a aceptar cualquier cosa con tal de evitar la exclusión social. Pero no sólo eso. La creciente desesperación de los ancianos representa una amenaza formidable para los trabajadores jóvenes que se encuentran en la periferia del mercado laboral. En cierto sentido, desempeñan un papel similar al de los inmigrantes: mucho más baratos que los jóvenes y provistos de una amplia experiencia laboral, pueden ser una opción muy atractiva para las empresas, especialmente en aquellos puestos en los que la edad no sea un elemento determinante.
El viejo contrato social, que representaba un compromiso entre generaciones, se está deshaciendo ante nuestros ojos. El Gobierno se dispone a acometer la enésima reforma de las pensiones, recortando aún más las ya exiguas prestaciones y convirtiendo a los ancianos en trabajadores pobres. Los Pactos de Toledo forman parte del pasado. El movimiento sindical debe prepararse para una batalla decisiva y exigir una reforma que provea mecanismos de financiación suficientes y adecuados para garantizar, e incluso mejorar, las pensiones. En definitiva, un nuevo contrato social basado en la solidaridad y al servicio de la ciudadanía.
En el camino encontrará la simpatía de la inmensa mayoría de la población, que no desea seguir trabajando tras alcanzar la edad de jubilación. Y encontrará, también, la complicidad de poderosas fuerzas sociales que han emergido al calor de la crisis y constituyen en la actualidad la izquierda más fuerte de Europa. El fantasma de Buenamuerte sobrevuela las pensiones, no dejemos que se apodere de ellas.
Héctor Illueca Ballester, doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social. Profesor de la Universidad de Valencia.