Vamos a imaginar una escena distópica. Imaginemos que una de cada tres personas que deambula por el Eixample cae de repente fulminada por un misterioso agente tóxico. No es un virus ni tampoco una bacteria. Es un veneno. Los primeros en caer son ciclistas pero también sucumben peatones y niños que salen del colegio. Si se mira con atención y se acierta con el contraluz es posible observar en el aire una ligera neblina. Las autoridades se percatan muy pronto de que no son muertes casuales. Algo terrible está ocurriendo. Hay que evacuar el Eixample.
Una nueva crisis tapa a otra, sobre todo si la nueva es fulminante y devastadora, como la pandemia de coronavirus, y la otra es de cocción lenta, de las que se van cobrando sus víctimas poco a poco, sigilosamente. La pandemia ha alterado tanto y tan profundamente nuestras vidas que ya no deja espacio para otras preocupaciones. Pero las otras crisis siguen ahí. Y también causan víctimas, pero no nos interpelan de la misma manera. Todo es cuestión de percepción y perspectiva. Las muertes del coronavirus nos impactan de forma muy directa, por eso el último informe de la Agencia de Salud Pública de Barcelona sobre el impacto de la polución en la vida de la ciudad ha quedado ahogado en la angustia de la segunda oleada de covid-19. Pero son mil muertos al año en una ciudad de 1,5 millones de habitantes. Mil muertes prematuras que podrían evitarse.
La mayor parte de la contaminación procede del tráfico. De los coches. Barcelona, como Madrid y otras grandes ciudades, lleva 15 años incumpliendo las recomendaciones de la OMS y las exigencias de la UE sobre calidad del aire. Es un problema enquistado, hasta el punto de que la Comisión Europea ha abierto un procedimiento contra España por incumplir la directiva de 2008 que fija los umbrales mínimos de calidad del aire. Los datos del informe de salud pública sobre los efectos de la contaminación en 2019 son claros: un millar de muertes, el 7% de todas las que se producen en la ciudad; uno de cada tres nuevos casos de asma infantil que se diagnostican (525 al año), y uno de cada nueve casos de cáncer de pulmón (110 al año).
Los datos de mortalidad estimados hasta ahora eran más bajos porque solo se había estimado el efecto de una parte de las partículas que emiten los coches. En este estudio se han estimado todas las partículas y su efecto combinado con el dióxido de nitrógeno, el otro componente tóxico que emiten los tubos de escape.
La polución causa el 7% de las muertes, el 33% de los casos de asma infantil y el 11% del cáncer de pulmón
Si la contaminación provocara daños en el cuerpo tan inmediatos como la covid-19, hace tiempo que hubiéramos actuado. Pero no, la contaminación mata silenciosa y lentamente. Y evitarla exige cambios colectivos e individuales de gran calado. Cambios en la organización de la ciudad y en nuestros hábitos cotidianos para los que parece que no estamos suficientemente motivados.
La distopía que he utilizado en el comienzo de este artículo es un artificio para poder atravesar la barrera de la indiferencia. Quería llamar la atención sobre una realidad que no queremos ver. Pero ya sé que la receta de catastrofismo no siempre funciona. ¿Qué hacer pues para que la ciudadanía tome conciencia del daño que nos estamos autoinfligiendo emponzoñando el aire? Los expertos discuten sobre cuál es la mejor estrategia comunicativa para que la población tome conciencia de un problema que prefiere ignorar porque afrontarlo comporta elevados costes colectivos e individuales. En las campañas de Tráfico, mostrar con crudeza las consecuencias de los accidentes sí que ha funcionado. Como en ese caso, podríamos preguntar: ¿cuántas muertes por polución considera tolerables? ¿Cincuenta, cien? Cien no, claro. ¿Cinco, tres? ¿Y si alguno de esos tres es su hijo? El equivalente a las campañas de tráfico sería poner vistosos contadores de led por toda la ciudad que fuera anotando los nuevos muertos por contaminación.
¿Qué hacer para que la ciudadanía tome conciencia del daño que nos infligimos emponzoñando el aire?
Sabemos perfectamente qué hay que hacer para evitar esas muertes: cambiar el modelo de movilidad, reducir el tráfico privado; reforzar el transporte público y sustituir el combustible fósil por energía de origen renovable. Quitarle espacio al coche. Ahora tenemos una gran prioridad: frenar al virus. Hay muchas vidas en juego y toda la energía debe dirigirse a evitar las muertes por covid-19. Pero la crisis que ahora acapara toda nuestra atención, nuestros temores y nuestro esfuerzo puede ayudarnos a encarar las otras crisis que también provocan dolor y muerte. Ahora sabemos que es una cuestión de voluntad política.
Milagros Pérez Oliva – El País Catalunya