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En un planeta no muy lejano, hace apenas unas décadas, en las mismas tierras que pisamos, las aguas que surcaban esta península eran muy diferentes. En el Tiétar previo a la llegada de fertilizantes nitrogenados y fosforados, hoy omnipresentes en ríos y acuíferos, hombres sobre barcas pescaron durante siglos peces que les otorgaban proteínas y un omega 3 anterior a los envases de yogurt de Ecoembes. Las anguilas, como multitud de seres fluviales hoy desaparecidos —o a punto de hacerlo—, poblaban copiosamente los ríos de este territorio y los salmones volvían a desovar cauce arriba desde el Atlántico sin que gigantes de hormigón en concesión a Iberdrola les cerrasen el paso. En tierras castellanomanchegas, como otros tantos cientos de ríos ibéricos, el Saona y el Azuer previos a la proliferación de los regadíos y pozos —legales e ilegales— y a la sobreexplotación del acuífero 23, aún manaban, como lo hacían regularmente los Ojos del Guadiana o las fuentes del parque nacional más triste del mundo: Daimiel. Ese inmenso mar bajo La Mancha con nombre numérico estaba decenas de metros más alto y sus aguas, fuente de cientos de cursos, no contaban con los pesticidas, el fósforo, y los nitratos que ahora no llegan solo de la agricultura intensiva, también de los purines de las macrogranjas que crían a taciturnos cerdos que acabarán en platos de China.
Era un mundo donde grandes ríos como el Duero no eran una sucesión de presas y pantanos de aguas verdosas y opacas, sino ríos vivos. Un planeta previo a la construcción de los embalses de cabecera del Tajo, Entrepeñas y Buendía, base de una gigantesca tubería llamada trasvase Tajo-Segura, que ha transformado el Campo de Cartagena de un histórico secano a un industrial regadío para desgracia del Mar Menor. Pero ni todo está perdido ni se puede decir que nada se ha hecho contra esta desolación acuática.
José Luis Sampedro describe el alto Tajo de los años 40 como “un río bravo que se ha labrado a la fuerza un desfiladero en la roca viva de la alta meseta”. Habla de “la rabia de sus aguas y su espumajeo constante” y dice de él que prefiere “la soledad entre sus tremendos murallones, aislado de la altiplanicie cultivada y de sus gentes, para que nadie venga a dominarle con puentes o presas, con utilidades o aprovechamientos”. En honor a la verdad, las presas acabaron con el oficio de los gancheros que el escritor narra en El río que nos lleva (Aguilar, 1961), aquellos que llevaban las maderadas de pinos desde las despobladas tierras altas de los Montes Universales hasta Aranjuez. Pero el curso alto sigue siendo similar al que vieron aquellas gentes que comandaban troncos con la pericia de sus ganchos río abajo.
Ramón J. Soria lo conoce bien. “Si vas por encima de Ocentejo (Guadalajara), o a Peralejos de las Truchas, alucinas. Incluso en agosto es un río de agua transparente, limpia; un río calizo donde parece que no hay sequía, con un bosque de ribera saludable”. Su amor por los caudales le ha llevado a escribir España no es país para ríos (Alianza, 2023), 350 páginas en las que escoge 40 de los 35.000 cursos de agua de la Península para denunciar lo que les hemos hecho a casi todos. Cada capítulo tiene un epígrafe: sangrado, intoxicado, desaparecido, robado, empiscinado, humillado, bebido. Aunque no todo es pesimismo, también hay: renaturalizado, esmeraldado, resucitado.
El alto Tajo, hoy parque natural, sigue siendo lo que fue principalmente porque la humanidad escasea por allí. Los ríos más sanos están en los cursos altos, “donde no hay agricultura, no hay pueblos y nadie roba el agua”, cuenta Soria. Más abajo, donde habitamos, el panorama es bastante más triste tras décadas de industrialización y “revolución verde” agroindustrial. Un cóctel en el que se mezclan la sobreexplotación de acuíferos; la contaminación agraria, urbana e industrial; el encapsulamiento en forma de presas, azudes o piscinas; la pérdida de biodiversidad y, como última invitada, la crisis climática. No en vano, Julia Martínez, directora técnica de la Fundación Nueva Cultura del Agua (FNCA), lamenta que “la mitad de las masas de agua no está en buen estado”.
La propia documentación utilizada por las confederaciones hidrográficas para elaborar los planes hidrológicos de tercer ciclo (2022-2027) indica que el 44% de las masas de agua subterráneas está en situación de gravedad, con un tercio con problemas químicos —esto es, no aptos para los humanos y, por extensión, para la práctica totalidad del reino animal, con mención especial a los nitratos de la agroindustria— y un 27% tan sobreexplotado que se extrae más agua de la que es capaz de reponer el ciclo natural. La cifra es conocida, pero no por ello es menos impactante cuando la recuerda esta doctora en Biología: “El regadío se bebe 85 de cada 100 litros de agua en España”. La Estrategia Nacional para la Restauración de Ríos, aprobada en julio de 2023, califica al 46% de las “masas de agua con categoría río” con el curioso epígrafe de “por debajo del buen estado o potencial” o “peor que bueno”, el más bajo de la escala que utiliza.
Ante semejante panorama y con la práctica totalidad de los cursos y arroyos que nos circundan en un estado visiblemente triste —cuando no literalmente secos, muertos—, hay quien dice que les hemos dado la espalda. “Olvido social”, lo llama Soria. “De los ríos solo nos acordamos cuando hay sequía o cuando hay inundaciones, pero nada más”. La tesis que inunda su libro es que antes éramos “ribereños” y ahora somos “consumidores de agua”. Y por ribereño entiende humanos que convivían con ríos que necesitaban: les proporcionaban pescado, energía para molinos, agua para huertas. En ellos se lavaban prendas y se veraneaba. Todo en una escala mucho más soportable para los ecosistemas.
Vaso medio lleno
Así que hemos dado la espalda a los ríos. “No, yo no lo creo”. La frase de Ignacio Rodríguez, de la Comisaría de Aguas de la Confederación Hidrográfica del Duero (CHD), rompe el desánimo. Habla de unos años 70 y 80 con unas aguas altamente contaminadas de unos residuos que hoy en día es más difícil encontrar, por lo menos de forma tan abundante. “Las industrias y los núcleos urbanos vertían directamente sin ningún tipo de depuración”. Ejemplos como el del Besòs, en el cinturón industrial barcelonés, implicaron ríos muertos durante años, pero aquello, grosso modo, pasó.
“Los primeros en hacer los deberes fueron las industrias, y los más tardones fueron los que debían dar ejemplo: los ayuntamientos”, señala. A base de depuración y plantas de tratamiento la situación cambió, espoleada por la entrada en la UE y, por ende, de sus directivas. Primero llegó la de vertidos, de 1991, que puso orden para unos estándares de depuración urbana, aunque hay aún un buen trecho por recorrer: en pleno 2023 España tiene varios procedimientos sancionadores abiertos en la UE por falta de depuración de aguas y las multas ascienden a 80 millones de euros, las mayores impuestas en la Unión por este motivo. “Por no hablar —añade Rodríguez— de los cientos de miles de descargas incontroladas de aguas pluviales mezcladas con aguas residuales sin tratar. Este es el precio de tener sistemas de saneamiento unitarios, en los que se mezclan las aguas de lluvia y las residuales”. Rodríguez destaca que en la última modificación del Reglamento del Dominio Público Hidráulico se hace “mucho énfasis” en empezar a tratar estas cuestiones, “verdadero azote de la calidad de las aguas continentales”.
Pero el gran cambio llegó con la Directiva Marco de Aguas. “Fue una revolución”, sostiene Cayetano Gutiérrez, doctor en Ecología de la Estación Biológica de Doñana y coordinador del recientemente creado Observatorio Ibérico Fluvial, un ente que nace con el fin de proporcionar nuevos datos y herramientas que ayuden a preservar la salud de los ríos. “Ha hecho que, a nivel de gestión y político, se tome conciencia de que los ríos son algo importante y que gestionarlos mal tiene consecuencias”, señala.
La revolución fue su planteamiento, pues introdujo un enfoque ecosistémico. “Lo que dice es: gestores del agua, que sepáis que estáis trabajando con un recurso que es vital para una serie de ecosistemas acuáticos y tenéis que compatibilizar los usos con esa función ecosistémica”, explica Ignacio Rodríguez desde la CHD. El número de actuaciones a raíz de esa idea se cuenta por centenares, aunque desde la FNCA, Julia Martínez recuerda que estamos incumpliendo los objetivos de la ley, esto es, unos ríos y masas de agua en buen estado: “A ello nos obliga la Directiva Marco, pero más allá de su incumplimiento legal, el problema es que tenemos unos ríos que nos están dando menos beneficios que cuando estaban bien, pues son esas fábricas naturales de agua que necesitamos para beber y para todas las necesidades de los ciudadanos y de las actividades económicas”.
Presa inútil
Entre las actuaciones más novedosas para recuperar los ríos en base a ese enfoque, en los últimos años se ha comenzado a echar abajo toda una serie de barreras existentes en los cursos de agua, presas y azudes —estos últimos de menos de siete metros de altura, sin capacidad para abastecimiento de agua— que suponen múltiples impactos. El más conocido es la extinción de fauna que necesita un río conectado sin ecosistemas fragmentados, con el triste ejemplo de las anguilas o los salmones entre los cientos de especies afectadas o extintas. Pero hay muchos más: del grave deterioro de la calidad del agua al bloqueo de los sedimentos que erosionan cauces y riberas y hacen desaparecer deltas como el del Ebro. Además, los embalses suponen un aumento de la evaporación del agua —entre un 5 y un 20% actualmente, aunque hay previsiones a 40 años que elevan la cifra hasta al 40%— y producen una pérdida de fertilidad de los suelos.
El proyecto Amber, desarrollado por un consorcio multidisciplinar en el que se encuentran desde universidades hasta ONG y empresas, recopiló el número de barreras fluviales en España, contabilizando 29.882 presas y azudes, aunque Pao Fernández Garrido, ingeniera e integrante de Dam Removal Europe (Demolición de Presas Europa) y la World Fish Migration Foundation (Fundación para la Migración de Peces Global), incide en que “al menos tenemos 171.000 barreras, que no están inventariadas, que están saltándose la ley: abandonadas, ilegales o sin concesiones”.
Aunque sea tímido, ha comenzado un cambio respecto a este problema. La institución en la que trabaja Ignacio Rodríguez es la que se nombra más a menudo en España en lo relativo a eliminación de azudes. “Hasta la fecha llevamos del orden de 250 obstáculos transversales eliminados”, contabiliza. Es un comienzo. En la cuenca del Duero, la Confederación Hidrográfica lleva inventariadas más de 4.000 barreras, y en torno a 2.000 están sin uso. Son estas por las que se ha empezado, y donde queda mucho camino por recorrer.
Las concesiones de saltos de agua a las compañías eléctricas, realizadas a 75 años principalmente en las décadas de los años 30, 40 y 50, van a ir finalizando en cascada en los próximos años. La vuelta a manos estatales podría bajar un precio de la luz hoy en máximos históricos. Iberdrola, que controla la mitad de la potencia hidroeléctrica, se niega a ofrecer datos de las concesiones públicas que gestiona.
Los datos de Dam Removal apuntan a tan solo 730 barreras eliminadas en España hasta la fecha, “la inmensa mayoría pequeños azudes”, dice Pao Fernández. Destaca que solo se han eliminado siete barreras de más de siete metros de altura. El trabajo es arduo aún. “Tenemos una barbaridad de infraestructuras abandonadas, obsoletas, infringiendo la ley. Por cierto, junto con Austria, tenemos la mejor ley de gestión de infraestructuras de Europa”. Su enfoque es aprovechar la legislación para mejorar la salud de los ríos, algo que comparte Rodríguez. “Necesitamos los azudes y las presas. No podemos demoler todas, eso sería una locura. Pero debemos gestionar los ríos con el conocimiento y la tecnología del siglo XXI y, sin embargo, los seguimos utilizando como en los años 40”, señala la ingeniera y experta en restauración de ecosistemas.
Con las grandes presas la realidad es más compleja. Salvo excepciones como la de Valdecaballeros (Badajoz), construida en los años 40 para refrigerar una central nuclear jamás terminada, casi todas tienen uso, ya sea para abastecimiento de agua de boca o regadío, para generar electricidad o para prevenir avenidas. Con miles de azudes inútiles por eliminar, el debate de las grandes barreras no acaba de arrancar, pero sí existen algunas medidas paliativas posibles. Escalas de peces para que al menos parte de los habitantes del río puedan remontarlo, como la construida en la presa de Santa Lucía (Ávila), son hoy obligación para las concesionarias de los saltos, algo a lo que entes como las Confederaciones Hidrográficas del Duero o el Cantábrico, o las agencias vasca y catalana del agua, se han puesto manos a la obra, aunque su efectividad es muy relativa.
La única opción real para tirar una presa es que una concesión termine y, o bien las autoridades competentes determinen que no tiene sentido que permanezca, o bien nadie quiera hacerse cargo de ella. Con la mayoría otorgadas a 75 años durante el franquismo, decenas de concesiones finalizarán en los próximos años. Esto acarreará no solo el debate de qué hacer con esas presas, sino quién las explota y bajo qué condiciones, más con el ejemplo de los llamados “beneficios caídos del cielo” que las eléctricas han obtenido con presas hace años amortizadas. En cualquier caso, el autor de España no es país para ríos planta una idea: “Las cuatro grandes presas del Tajo no sirven para regar, su fin es la producción hidroeléctrica. Durante la época de Franco, el 70 u 80% de la electricidad provenía de las hidroeléctricas. Por eso había esa necesidad, pero ahora ya no. Cuando se acabe la concesión, ¿por qué no tirarlas?”.
Agroindustria, la clave
Debate sobre presas aparte, lo que nadie duda es que el melón más importante tiene que ver con el modelo agroindustrial imperante, al que ahora se suma la crisis climática. “El gran elefante blanco en la habitación de la gestión del agua es asumir el cambio climático y que tenemos menos agua. No podemos seguir con un modelo donde el 85% del agua es consumida por el regadío, lo que nos deja un 15% restante para garantizar el derecho humano al agua, para el resto de fines económicos y para tener unos caudales ecológicos adecuados”, denuncia la directora técnica de la FNCA. “Lo que se ha hecho es apostar totalmente por una agricultura intensiva. Es un modelo económico que genera algo de dinero para algunas personas pero el daño ambiental es muy grande, tanto en consumo de recursos como en impacto sobre ecosistemas”, añade el coordinador del Observatorio Ibérico Fluvial, quien pone de ejemplo la situación de su tierra natal, Murcia, con la problemática que el regadío intensivo ha creado en el Mar Menor.
Los planes hidrológicos de cuenca, en su última edición (2022-27), siguen apostando por incrementar los cultivos de regadío, aunque en esta ocasión más comedidamente. Como denuncia Julia Martínez, en la cuenca del Ebro se han aprobado más de 60.000 nuevas hectáreas y solo en la comarca de Tierra de Barros (Badajoz) se van a destinar a nuevos regadíos 15.000 hectáreas. Mientras tanto, la sequía —hace tiempo con la coletilla “de larga duración” incrustada— azota medio país, especialmente Catalunya y las cuencas del Guadiana, Guadalquivir y Sur.
Además, a los regadíos legales hay que sumarle los ilegales, últimamente más famosos por el desastre de Doñana, otro parque nacional desecado a base de cultivo intensivo. “Hay centenares de miles de hectáreas de regadío ilegal en España”, recuerda Martínez, quien lamenta que apenas se hayan puesto cartas en el asunto salvo casos sonados de relevancia mediática, como el Campo de Cartagena, donde la Confederación Hidrográfica del Segura reconoció 9.500 hectáreas ilegales.
“Tenemos una superficie total de regadío muy por encima de lo sostenible, y además ese regadío intensivo es responsable también de esa contaminación creciente por fertilizantes y pesticidas”, prosigue. Es por ello que desde múltiples frentes se aboga por girar 180º en esa inercia, empezando por reducir los cultivos que necesitan agua más allá de la que cae del cielo. “Las demandas de agua parten de una políticas que no quieren asumir que no hay más agua. Hay que reducir la demanda agraria, pero tenemos unas comunidades autónomas que están excesivamente cercanas a los intereses de las grandes empresas o lobbies agrarios”, señala la directora técnica de la FNCA. Es precisamente por los terrenos propiedad de la gran empresa agraria, a menudo ligada o directamente en manos de multinacionales o fondos de inversión internacionales, por donde la experta aboga por empezar, “a la vez que se protege a los pequeños agricultores y a los pequeños regadíos tradicionales e históricos”.
Nutrientes que envenenan
El problema, además, no solo es una cuestión de cantidad de agua, también de calidad. El Ministerio de Transición Ecológica y el Reto Demográfico recoge en datos oficiales que el 22% de las masas de agua superficiales y el 23% de las subterráneas españolas están contaminadas por nitratos, aunque el último informe de seguimiento de la Directiva europea al respecto alerta de que un 30% de las estaciones de control de aguas subterráneas y del 50% de las superficiales contabilizan una mala calidad del agua por contaminación por nitratos. La consultora Esri cifra en un 34% la población española que vive en las llamadas “zonas vulnerables” por nitratos, nutrientes utilizados masivamente en el agro que han provocado, junto con el resto de productos fitosanitarios, la llamada sopa verde del Mar Menor que se también puede encontrar en múltiples espacios acuáticos de la Península.
La actividad agroindustrial, bien por el uso de fertilizantes y otros productos principalmente en los cultivos intensivos, bien por los purines —desechos— de las macrogranjas, es la causante de ello, y el problema se acentúa. “Tenemos redes desde hace 30 años que están midiendo de forma sistemática nitratos y estamos viendo incrementos continuamente y curvas de tendencia cada vez peores”, declara Ignacio Rodríguez desde la CHD. “Quien tiene que tomar medidas es la autoridad agraria. Son las consejerías con responsabilidad en Agricultura las que tienen las competencias”. Y no todas lo hacen. “Hay algunas que se han puesto las pilas y están haciendo planes de actuación”. Por citar alguna, nombra a Navarra, mientras que en el lado opuesto de la balanza está la que engloba la mayoría de la cuenca del Duero. “En Castilla y León, cero”.
Así, entre fertilizantes, presas, regadíos, sobreexplotación, vertidos, contaminación y cursos de agua que ya ni manan de la tierra, no es extraño sacar la conclusión de que por estas tierras no queremos demasiado a nuestros ríos. Aunque los esfuerzos para hacerlos volver —si no completamente, al menos a algo similar a lo que fueron antes de la llegada de la actividad y la agricultura industrial— en muchos lugares son constantes.
“No se ha planteado aún el esfuerzo y el gasto económico que implica restaurar los ríos —apunta Ramón J. Soria—, algo a lo que el marco legal europeo nos obliga”. Su interés por lo fluvial le llevó a recorrer este verano el Danubio a su paso por cinco países, y vio algo que incita a la esperanza. “Lo había visitado hace 25 años. Entonces el Danubio era una mierda, un río donde vertía toda la industria pesada alemana, austriaca y húngara”. Ahora vio un río “en condiciones aceptables”, limpio, donde incluso los habitantes de una capital como Viena se bañan.
“Es fácil que vuelvan los salmones al Cantábrico”, añade Ignacio Rodríguez. La eliminación de barreras puede hacer que especies piscícolas vuelvan a habitar los cursos ibéricos, aunque hay cosas con difícil remedio por ahora. “Me temo que en el Duero, con toda la cacharrería hidráulica que tienen España y Portugal, es completamente imposible que remonten los salmones o que lleguen las anguilas”. En cualquier caso, una última reflexión de este gestor de la Confederación Hidrográfica del Duero al respecto de la recuperación de los ríos para terminar: “Hay mucho campo de actuación, hay que querer hacerlo”.
Pablo Rivas
El Salto