Los alimentos que importamos recorren una media de 4.000 kilómetros antes de llegar a nuestras mesas y para ello necesitamos combustibles fósiles baratos que lo hagan posible.
El pasado mes de mayo se publicó un estudio sobre la cantidad de alimentos frescos consumidos, en la ciudad de Vitoria-Gasteiz y el porcentaje de producción local. El resultado es impactante; solamente el 1% de los alimentos que consumimos en la ciudad tienen origen en Álava. Un 2,4 % si le sumamos Gipuzkoa y Bizkaia. A pesar de ser una provincia eminentemente agrícola, prácticamente la totalidad de nuestros alimentos provienen del exterior. Si el mismo estudio se realizara en diferentes ciudades, los resultados serían similares. Nuestro grado de dependencia de las cadenas largas de suministro alimentario globalizado es enorme. Los alimentos que importamos recorren una media de 4.000 kilómetros antes de llegar a nuestras mesas y para ello necesitamos combustibles fósiles baratos que lo hagan posible.
La cuestión energética es, precisamente, el talón de Aquiles de nuestro sistema agroalimentario. Su dependencia de recursos energéticos no renovables en un contexto de creciente escasez, y su enorme complejidad, hace que como sociedad seamos cada vez más dependientes, frágiles y vulnerables. En los últimos tiempos, son varias las señales de agotamiento que hemos percibido, como los problemas de abastecimiento sufridos durante y después de la crisis de la covid, el incidente del canal de Suez o el reciente conflicto bélico entre Rusia y Ucrania.
Cuando hablamos de crisis y transición ecosocial, enseguida nos viene a la cabeza el sistema energético, pero rara vez se tiene en cuenta el peso y la urgencia de realizar una transición del sistema agroalimentario, especialmente si tenemos en cuenta que muchas de las actividades de este último, difícilmente podrán ser electrificadas. Ambos sistemas están profundamente entrelazados. Sin transición agroalimentaria no habrá transición energética. La transición energética afectará directamente al sistema alimentario, y viceversa.
La energía en los sistemas agroalimentarios
El sistema agroalimentario es cada día más insostenible, tanto desde un punto de vista ambiental, como energético. La maquinaria agrícola, así como los sistemas de bombeo para la extracción de agua subterránea e irrigación usan diésel; los fertilizantes y plaguicidas son producto de la industria petroquímica; en la producción de semillas, en los piensos de la ganadería, durante la cosecha, el procesamiento de la comida y su empaquetamiento, el transporte y la refrigeración, todas las etapas de la distribución implican un uso masivo de diésel y electricidad, esta última a su vez generada principalmente con combustibles fósiles.
El consumo total de energía en la agricultura se ha disparado desde 1970 hasta ahora. En el caso del gas y el diésel, se ha multiplicado casi por cinco y la electricidad ha aumentado casi diez veces. El sistema agroalimentario consume alrededor del 30% de la energía mundial –en su gran mayoría fósil–, de la cual el 70% se consume fuera de las fincas, en las largas cadenas de distribución y consumo. Alrededor del 30% de esa energía se desperdicia a través de pérdidas de alimentos en un punto u otro de la cadena de valor. Alrededor del 80% de la energía total asociada al ciclo de vida de los alimentos proviene de combustibles fósiles, especialmente gas, para el procesado de alimentos.
A pesar del riesgo que esta dependencia tan grande del sistema agroalimentario de recursos no renovables supone, debido a cuestiones como la inestabilidad geopolítica o la superación del cénit productivo de algunos de ellos, el consumo de energía en los sistemas agroalimentarios aumentó más de un 20% entre 2000 y 2018.
¿Pero cómo hemos llegado a este punto?
De cómo la Revolución Verde allanó el camino de la intensificación y la expansión del consumo de recursos fósiles en el sistema de producción de alimentos
Los seres humanos a lo largo de la historia, hemos producido alimentos a partir de la utilización de recursos mayoritariamente locales. Con la revolución industrial se empieza a importar insumos de territorios alejados y comienza el desacople entre sistemas agroalimentarios y territorio. Posteriormente, en el siglo XX, se produce el impulso del modelo industrializado basado en combustibles fósiles y, por tanto, en la importación de energía. Fue al calor de la Revolución Verde de las décadas de 1950 y 1960, cuando se implementaron a escala masiva una serie de innovaciones en agricultura, que promovieron la utilización de nuevas variedades de plantas con mayor rendimiento, el empleo de maquinaria pesada, así como el uso de fertilizantes y pesticidas químicos para aumentar la producción. También se desarrollaron nuevas técnicas de riego y métodos mecanizados para cultivar los campos. Los derivados del petróleo y el gas natural son fundamentales para este tipo de agricultura, hasta el punto de que se necesitan hasta 13 unidades de energía fósil por cada unidad de energía alimentaria producida.
La Revolución Verde tuvo un gran impacto en la agricultura, y permitió aumentar la producción de alimentos y reducir la escasez de alimentos en muchas regiones del mundo. La multiplicación de los rendimientos por superficie ha hecho posible alimentar a una población que se ha multiplicado por seis desde los inicios del siglo XX, pero la cantidad de energía se ha multiplicado por ocho, lo que ha provocado un descenso en la eficiencia energética de la agricultura.
Este enfoque vinculó los sistemas alimentarios a los combustibles fósiles y desplazó otros enfoques agrícolas más sostenibles y regenerativos que podrían haber mantenido la integridad del ecosistema y respaldado la soberanía alimentaria sin depender de los fertilizantes fósiles.
Cadenas largas de producción, distribución y consumo
De la mano de la Revolución Verde también vino la construcción del régimen corporativo alimentario, propagando este modelo industrial de producción agrícola en el Sur Global. Durante décadas, las políticas de ajuste estructural del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional y la creación de la Organización Mundial del Comercio fueron eliminando barreras a los flujos de capital. Los acuerdos de libre comercio de la década de 1990 consolidaron los oligopolios agroalimentarios mundiales y un mayor control de la cadena alimentaria. Este dominio corporativo solo ha sido posible gracias a la estrecha relación con la energía fósil barata tan necesaria para su funcionamiento y a los lazos con el oligopolio energético.
Estos procesos de concentración de mercado han sido especialmente relevantes en la fase de distribución alimentaria, en la que las grandes cadenas controlan hasta el 80% de la comercialización de los alimentos en los países industrializados. Esto ha supuesto que nuestros alimentos se produzcan cada vez más lejos, en lugares en los que la rentabilidad económica en muchas ocasiones se consigue a costa de precarizar las condiciones laborales y sociales de las personas productoras, incrementando por el camino el dominio de una logística internacional.
Agricultura petroquímica
Sostener la cadena alimentaria actual sólo puede realizarse a través de insumos petroquímicos. Los combustibles fósiles se utilizan en la fabricación de pesticidas y fertilizantes nitrogenados de síntesis, principalmente del gas, en un proceso que requiere de altos niveles de presión y elevadas temperaturas. Su coste energético es de aproximadamente el 40% del total de la producción agrícola en algunos países desarrollados y hasta del 70% en los que están en vías de desarrollo.
Su consumo no para de crecer. En las últimas seis décadas, la producción mundial de fertilizantes nitrogenados se ha multiplicado por nueve y la FAO proyecta que el consumo de fertilizantes nitrogenados sintéticos aumentará un 50 % para 2050. Alrededor del 72% del hidrógeno utilizado para la producción de amoníaco, necesario para la producción de fertilizantes nitrogenados, proviene del gas y el 26% proviene del carbón. El proceso Haber-Bosch que produce el amoníaco necesario para la producción de fertilizantes representa aproximadamente un 8,3 % de la energía consumida en el mundo.
La contribución de esta industria a la emisión de gases de efecto invernadero y al cambio climático es más que patente. Pero, además, existe evidencia científica más que suficiente que demuestra el impacto negativo de estos agrotóxicos en la pérdida de biodiversidad, la contaminación de masa de agua o la pérdida de materia orgánica del suelo, que provoca que este convierta en un emisor neto de GEI’s, liberando dióxido de carbono a la atmósfera. El mantenimiento de este modelo de agricultura industrial y toda la petroquímica que necesita para sostenerse es simplemente incompatible con el logro de los objetivos climáticos internacionales (1/3 de las emisiones de GEI proviene del sistema agroalimentario) y el respeto de los límites planetarios, empujando a la tierra más allá de la capacidad de la biosfera y dando además como resultado violaciones generalizadas de los derechos humanos, particularmente en el Sur Global.
Minimizar la dependencia de la volatilidad de los precios de los combustibles fósiles
La producción industrial de alimentos es muy vulnerable a la volatilidad de los mercados de petróleo y gas, como se ha podido comprobar en las crisis de mercado que venimos sufriendo desde 2020. La inestabilidad que vivimos hace que el alza de los precios de los combustibles en muchos lugares del mundo tenga una gran repercusión en la subida de los precios de los alimentos y terminan ocasionando hambrunas y problemas de seguridad alimentaria. El aumento de los precios de la energía se traduce en mayores costes de producción, procesamiento y transporte, lo que significa mayores costes para los consumidores. Las dificultades en la producción como consecuencia de los cambios en el régimen de precipitaciones, las sequías o los eventos meteorológicos extremos derivados del cambio climático están provocando el fracaso de muchas cosechas, reduciendo la disponibilidad de alimentos en algunos casos y favoreciendo, en otros, fenómenos de especulación alimentaria aprovechando las fluctuaciones del mercado.
¿Tractor eléctrico?
Frente a esta dependencia fósil es tentador pensar en la posibilidad de sustituirlos por electricidad producida a través de energías renovables. Pero la realidad es que la maquinaria pesada, utilizada tanto en la producción de alimentos como en su transporte o en el procesado, resulta muy compleja de electrificar. Por ejemplo, la gran mayoría de los tractores que se emplean actualmente en Europa superan –en muchos casos con creces– los 100 CV de potencia. Para disponer de un tractor eléctrico que pueda mover esa potencia y con una autonomía equivalente a un depósito de 600 litros de diésel, necesitaría un volumen de baterías de 10.000 litros, lo que supondría llevar detrás un remolque sólo para llevar las baterías o, como reconoce una de las principales marcas del mercado, John Deere, sería necesario doblar el peso del tractor y su tamaño y cuadruplicar su precio. Imaginemos los problemas de compactación en el suelo que podrían provocar máquinas con semejantes características.
El empleo de maquinaria pesada, tractores, cosechadoras, etc., y su más que complicada electrificación, es sólo una parte pequeña del problema; el principal escollo se encuentra en la energía necesaria para trasladar los alimentos por todo el mundo. El transporte masivo se realiza por medio de gigantescos buques carga y camiones en el tránsito por carretera. Cuesta pensar en mover las 70.000 toneladas de un barco granelero por medio de baterías en transportes transoceánicos.
La necesidad de la transición agroecológica
Llegados a este punto, resulta fundamental cuestionar el actual régimen agroalimentario y plantearnos si es éste el modelo que necesitamos o hacemos una apuesta decidida y urgente por otro, en el que no sean necesarios tractores de 600 CV, ni tener que transportar productos de uno al otro confín del planeta, apostando por la autosuficiencia conectada de los sistemas agroalimentarios locales, basados en el territorio y regidos por principios agroecológicos.
La transición energética tiene que ir acompañada de una transición agroalimentaria a modelos resilientes y regenerativos que aumenten la seguridad y soberanía alimentarias de nuestras comunidades y territorios, dentro de los límites planetarios. Sólo un abordaje de manera conjunta permitirá que la transición ecosocial sea más sostenible, justa y democrática. Para ello, es necesario aplicar una mirada interseccional a cuestiones como la soberanía energética y alimentaria, la regeneración de los ecosistemas, la defensa del territorio o los derechos humanos y marcar una agenda común capaz de superar miradas más sectoriales que, con dificultad, van a ser capaces de ofrecer respuestas y soluciones a cuestiones que son complejas e interrelacionadas.
Una transición energética debe de ir acoplada a una transición del sistema agroalimentario industrial actual, a otro agroecológico basado en los territorios. Cambiar el modelo energético debe ser también cambiar la forma en la que producimos nuestros alimentos, adaptar nuestros modelos de gestión y ordenación del territorio a estas necesidades y desarrollar políticas públicas y modelos de gobernanza que lo hagan posible. Sin una transición agroalimentaria hacia la agroecología no habrá transición energética.
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David González Sánchez es Licenciado en Ciencias Químicas, Máster en Ciencias Agroambientales y Máster en Energías Renovables. Especializado en regeneración de suelos. Cooperativista en Sustraiak Habitat Design.