Veinticinco años de negociaciones parecen haber llegado a su fin este pasado jueves, con la firma del acuerdo UE-Mercosur en Montevideo. Se trata de un acuerdo que había quedado congelado en las diferentes rondas de negociación, básicamente por el impacto enorme en sectores estratégicos alimentarios de la Unión Europea (UE), el modelo agrario europeo y la salud de las personas consumidoras, impactos que parecieran haberse superado en esta última negociación. Aunque quizás se trata más bien de una consecuencia de los cambios acaecidos a nivel geopolítico y comercial.
En cualquier caso, la mayor parte de noticias se centran en discernir qué países saldrían más beneficiados y cuales menos, en qué oportunidades se abren o se cierran para esta o esa región o qué sectores económicos ganan y cuales pierden. La realidad es que el acuerdo UE-Mercosur (como todos los tratados de libre comercio por otra parte) se entienden mucho mejor si desplazamos el eje de los países o sectores al de tipos de modelos productivos.
Es decir, que no gana ni pierde España, Alemania, Argentina o Brasil, ganan determinados actores de España, Alemania, Argentina o Brasil y pierden otros de esos mismos países. La mirada de los acuerdos de libre comercio como una competición entre países es falsa, es una competición entre diferentes tipos de actores económicos, entre modelos socioeconómicos con atributos laborales, ambientales y sociales muy distintos. No son los sectores sino los actores. No son los países, es la estructura social, económica, laboral y ambiental que impulsan determinados modelos frente a otros.
En el caso de la agricultura y alimentación, decir que algunos sectores alimentarios españoles van a salir ganando y otros quizás perdiendo, esconde que en realidad toda la producción agroalimentaria familiar, de pequeña escala, de producciones agroecosistémicas, que desarrollan la economía local y se enraízan en los territorios donde operan va a salir perdiendo. Y da exactamente igual si está en Aragón, Galicia, Mato Grosso o Entreríos. Da igual si es una granja lechera familiar asturiana o de la pampa argentina. Van a perder las dos. Y van a ganar las grandes explotaciones intensificadas, vinculadas directamente a las corporaciones alimentarias y con vocación agroexportadora. Las de aquí y las de allí, y mira por donde, resulta que a menudo son la misma.
Con el acuerdo UE-Mercosur las pequeñas explotaciones y granjas familiares a uno y otro lado del océano que se ven abocadas a su desaparición. Nos abocan a un mundo alimentario dónde los grandes polos agroalimentarios de producción y exportación serán aún más hegemónicos. Es absolutamente falsa la visión que vende la Comisión Europea de la “competitividad” como fuente de mejora y beneficios. Las y los campesinos nunca podrán competir con los fondos de inversión, las grandes empresas agroindustriales y las compañías de exportación e importación agrícolas quienes monopolizan, acaparan y especulan sobre los mercados de la tierra, el agua y la producción agrícola, y sacan enormes beneficios de estos acuerdos. Esto permite a los grandes actores de destruir y remplazar las formas más sociales y sostenibles de agricultura, sustituyendo nuestro derecho a alimentación por el beneficio de grandes oligopolios.
El segundo elemento a tener en cuenta es que casi toda la narrativa se centra en los aranceles (esa especie de impuesto en frontera que, supuestamente, protege la producción estatal o regional). Pero tampoco esa mirada consigue captar la magnitud de lo que estamos hablando. Los llamados acuerdos de libre comercio de nueva generación como el de la UE-Mercosur afectan a todos los ámbitos de la vida y todos los aspectos comerciales imaginables. No se centra sólo en mercancías sino también en servicios y capitales. No se limita a barreras arancelarias al comercio de mercancías, sino que se extiende mucho más allá de aspectos tales como: barreras no arancelarias en mercancías, prestación de servicios, inversiones, contratación pública, aspectos comerciales relativos a la propiedad, normativa de defensa de la competencia y otros aspectos regulatorios (intercambio y protección de datos, comercio electrónico y demás aspectos de la era digital), etc, etc y etc.
El tercer punto de distorsión consiste en aplacar las voces disonantes que surgen desde colectivos sociales, ambientales, laborales, de derechos humanos, climáticos, de campesinado familiar o de consumo diciendo que sí, que es verdad que existen marcos regulatorios muy diferentes entre la UE y el Mercosur, marcos que afectan aspectos altamente sensibles en materia de salud, medio ambiente o condiciones laborales, por poner un ejemplos, pero que estos marcos se van a “armonizar”, que los diferentes estándares van a converger hacia las normas europeas más protectoras del medio ambiente o los derechos humanos, que se van a poner en marcha “sistemas de equivalencia” para las distintas regulaciones.
La experiencia de más de 30 años de este tipo de acuerdos nos dice, sin un ápice de duda, que esa “armonización” al alza nunca se ha producido realmente y los estándares han seguido y siguen siendo distintos, simplemente se “convalidan” las distintas normativas y quien lo hace son los propios organismos que han impulsado el acuerdo, todo ello sin transparencia y muy lejos de la supervisión y participación de las organizaciones sociales y de la población en general. En realidad, se trata de una desregulación encubierta a la baja, como son todas.
Finalmente, se calma a los actores y sectores que perciben este acuerdo como la puntilla a su supervivencia ya precaria (véase la agricultura familiar) diciendo que tranquilidad, que está todo previsto y que existen multitud de cláusulas de “salvaguarda”, mecanismos que se activaran cuando se ponga en riesgo un sector por culpa del acuerdo. De nuevo, la realidad es tozuda y nos dice que son salvaguardas vacías que apenas se ponen en marcha y cuando lo hacen no solucionan para nada el problema estructural que supone la destrucción de una producción agraria familiar, sostenible y de circuito corto. La salvaguarda no salvaguarda nada de lo que debería salvaguardar, tan solo los intereses corporativos.
El acuerdo UE-Mercosur es una nefasta noticia para la producción familiar de pequeña escala, para el medio ambiente, para la crisis climática, para los derechos laborales de las personas trabajadoras del campo, para la salud de la población (en el chute extra de pesticidas que va a suponer, por ejemplo), pero es una excelente noticia para las corporaciones agroalimentarias que ven ampliada la pista de aterrizaje y despegue de sus productos y una desregulación descomunal que supone una desprotección social y ambiental alarmante.
Es imprescindible, si queremos salvaguardar nuestra alimentación, territorio, salud y medio ambiente, parar este acuerdo.
Javier Guzmán, Director de Justicia Alimentaria
El Salto