¿Y si no podemos crear empleo?

Margarita Mediavilla       

El desempleo es uno de nuestros principales problemas sociales (si no el primero) causa de la pobreza y el sufrimiento de individuos y familias. ¿Podremos crear todo el empleo que ha sido destruido o, más aún, el que necesitamos para conseguir una sociedad justa?

Ahora que empezamos a salir del limbo en el que nos colocó el estado de alarma y a vivir eso que llaman la nueva normalidad, crece la preocupación por la crisis económica y nos preguntamos si la economía española va a ser capaz de crear empleo. El desempleo es uno de nuestros principales problemas sociales (si no el primero) causa de la pobreza y el sufrimiento de individuos y familias. ¿Podremos crear todo el empleo que ha sido destruido o, más aún, el que necesitamos para conseguir una sociedad justa? Deberíamos ser prudentes y empezar a pensar que quizá no seamos capaces de hacerlo y, por ello, preguntarnos si podemos resolver todos estos problemas de otra forma.

Tampoco debemos olvidar que nos encontramos en un momento muy complejo en el que el parón de la covid-19 se suma a un escenario internacional dominado por el cambio climático, la crisis de la globalización, el agotamiento de los recursos y el colapso ecosistémico. Aplicar fuertes planes de relanzamiento económico para salvar el empleo, como está intentando hacer el gobierno, supone aumentar el consumo de energía y las emisiones de gases de efecto invernadero. ¿Podemos permitirnos aumentar todavía más nuestra presión sobre la naturaleza sin que la economía se vea afectada y tengamos que lamentar, dentro de unos años, una crisis económica causada por la degradación ambiental?  ¿Cuánto tiempo más podremos seguir ignorando las advertencias científicas que nos hablan de la gravedad del cambio climático, del agotamiento de los recursos y de la degradación de los ecosistemas? 

No es momento de aplicar las soluciones de siempre. La crisis económica a la que nos enfrentamos es muy diferente a la vivida después de la Segunda Guerra Mundial, no podemos esperar que un nuevo Plan Marshall vaya a tener el efecto que tuvo en su día. Aunque las medidas keynesianas son más inteligentes que intentar resucitar el exhausto modelo del ladrillo a base de liberar suelo y destrozar espacios protegidos (como están proponiendo los gobiernos del PP de Madrid y Andalucía) intentar disparar todavía más el consumo en estos momentos, cuando los recursos naturales están tocando límites y ya experimentamos los primeros síntomas del cambio climático, es un poco suicida. 

Deberíamos ser capaces de encontrar soluciones nuevas en lugar de seguir recetas del siglo pasado porque las recetas keynesianas sólo saben mejorar uno de nuestros grandes problemas (la crisis económica) a base de empeorar otro de nuestros grandes problemas (el abismo de la crisis ecológica). Para encontrar nuevos caminos debería empezar cuestionando nociones que damos por sentado. Podríamos, por ejemplo, preguntarnos qué es el empleo y por qué es tan importante para nuestra sociedad crear puestos de trabajo.

La mayor parte de los habitantes de lo que llamamos países desarrollados vivimos vidas absolutamente llenas de actividad en las cuales, al trabajo remunerado, se suman muchas labores de cuidados que apenas podemos atender ¿Necesitamos trabajar todavía más? En sí, el trabajo no es una necesidad del ser humano, sino un satisfactor, que, al menos, tiene tres utilidades: nos sirve para extraer los bienes materiales necesarios para la vida, cumple una labor de integración social y distribuye la renta de unas personas a otras. 

Sin embargo, nuestra sociedad produce muchos más bienes de los necesarios para una buena vida, no necesitamos tanto trabajo para satisfacer la primera función. También hay muchas formas de conseguir el reconocimiento social sin necesidad de trabajo asalariado. Lo que realmente hace que el empleo sea tan importante en el contexto económico actual es esa labor redistributiva que permite que fluya la renta de unas personas a otras. Es eso lo que hace que sindicatos y empleados se aferren a los puestos de trabajo con uñas y dientes, no el hecho de que el trabajo sea un bien en sí mismo. 

La hostelería, por ejemplo, es un sector claramente distribuidor de renta, que, además, lo hace con una huella ecológica relativamente baja.  Todo lo que en estos meses de confinamiento no hemos gastado en bares y restaurantes quienes hemos conservado nuestros sueldos, ha quedado en nuestras cuentas corrientes en lugar de pasar a las personas empleadas en la hostelería.  Esas rentas no han desaparecido, y, si supiéramos redistribuirlas de otras maneras, no necesitaríamos crear más puestos de trabajo para conseguir el mismo objetivo.

Una forma muy inmediata de hacerlo es mediante impuestos a las rentas mayores y subsidios a quienes han perdido sus ingresos. Esto es mucho más impopular que la actividad de la hostelería, pero también hace esa función de distribución y, desde luego, con menor huella ambiental.  También el reparto del empleo logra redistribuir esas rentas con bajo impacto ambiental y lo hace de una forma más justa, al no crear agravios comparativos entre quienes trabajan y quienes reciben.

Aun así, también el reparto del empleo tiene sus límites, porque suele requerir repartir sueldos y, si las exportaciones de un país se basan en la ventaja comparativa de su mano de obra barata, es difícil repartir salarios ya muy bajos. Y es que la labor redistributiva del empleo también opera a nivel internacional y condiciona cómo se distribuye la renta entre naciones. 

Podemos poner un ejemplo candente: el sector del automóvil. La exportación de coches supuso en 2018 unos ingresos para la economía española de 35.900 millones de euros, lo que la sitúa en el primer sector exportador del país en volumen de negocio. Sin embargo, las importaciones de vehículos supusieron 22.600 millones ese mismo año. Si hacemos el balance total del sector teniendo en cuenta las importaciones y exportaciones de componentes y los 7.000 millones de euros aproximados del petróleo que importamos para mover los coches privados, el resultado son unos 8.000 millones de euros de beneficio neto.

El sector de fabricación de automóviles y todo el trabajo que realizamos en torno a él nos ha servido, en parte, para adquirir la energía que gastamos en mantener un estilo de movilidad basado en conducir coches particulares. Además de ello, en 2017 nos dejó un margen de beneficios positivo (pero en los años anteriores al estallido de la burbuja inmobiliaria fue muy cercano a cero).

Sin embargo, si suponemos que la crisis internacional de la covid-19 va a reducir nuestras exportaciones de automóviles, digamos un 25% y seguimos teniendo los mismos derrochadores hábitos basados en el coche, el saldo neto se haría negativo y tendríamos 1.600 millones de dólares de déficit. Pero si, en el mismo escenario de caída del consumo internacional, nos volcamos hacia una movilidad basada en las bicicletas y el transporte público y, tanto nuestras compras de vehículos extranjeros como nuestro consumo de gasolina bajan un 50%, el saldo neto sería todavía más favorable que en 2017 con 18.000 millones de euros a nuestro favor. En este segundo ejemplo, el balance exterior se mejora, no a base de trabajar más y vender, más sino a base de importar menos y consumir menos, es decir, a base de medidas que podemos llamar decrecentistas.

Estos cálculos son muy simples, pero sirven para poner en evidencia algo que tendemos a olvidar:  lo que realmente deja beneficios netos a la sociedad en su conjunto no es fabricar mucho y consumir mucho, sino cuadrar el balance entre lo que se importa y lo que se exporta.

¿Por qué nunca consideramos que lo que, en realidad deja beneficios a la economía española no es fabricar coches sino exportarlos e intentar ahorrar petróleo usando la bicicleta y el transporte público? No deberíamos confundir las cuentas de la patronal del automóvil con las cuentas de la economía del país. Porque todo lo que gastamos en importar el petróleo para mantener nuestros coches podría utilizarse en otros bienes y servicios que también crean puestos de trabajo, y probablemente con bastante menos impacto ambiental. Desgraciadamente, el gobierno de Sánchez ha anunciado estos días que va a aplicar las recetas de siempre: subvencionar una vez más la compra de vehículos. No sé si se ha dado cuenta de que España es uno de los países europeos con más dependencia energética del exterior y que, en cuanto el petróleo vuelva a subir de precio, nuestros derrochadores hábitos de consumo volverán a ahogar nuestra economía.

Necesitamos una economía realmente ecológica que vaya mucho más allá de la llamada Economía Verdede la que hablan estos días Pablo Iglesias o Teresa Ribera, ya que ésta consiste, básicamente, en recetas keynesianas aliñadas con medidas como el coche eléctrico, las energías renovables o la rehabilitación energética de edificios.  Para enfrentarnos a los enormes retos de este siglo necesitamos algo mucho más fundamental que un keynesianismo verde. Necesitamos una economía que haga las cuentas biofísicas y sea capaz de redistribuir los bienes, los trabajos y los recursos sin crecer. Desgraciadamente, medidas decrecentistas como el reparto del trabajo o el ahorro están muy lejos de las políticas económicas y son menospreciadas y consideradas irrealistas. Pero quizá estos años empecemos ya a ver las orejas a la degradación ambiental y cambien todos nuestros conceptos de lo que consideramos económicamente realista. Si algo nos ha enseñado la covid-19 es cómo las cosas que se pensaban imposibles pueden volverse cotidianas de la noche a la mañana.

En cierta forma, esta crisis económica podría ser algo así como nuestra vacuna, porque nos está inyectando a dosis pequeñas la gran enfermedad a la que se va a tener que enfrentar nuestra economía en este siglo: los límites del crecimiento. Porque el parón de la pandemia nos ha hecho durante unos meses lo mismo que el cambio climático y el pico del petróleo nos van a hacer dentro de unos años: obligarnos a parar.

Igual que ciertas actividades económicas pararon en seco por la pandemia, otras muchas tendrán que parar cuando tengamos que poner leyes severas que frenen algunas actividades porque los deterioros ecológicos del cambio climático sean tan graves que pongan en peligro la vida de las personas. También tendremos que parar cuando empecemos a experimentar escasez de energía y tengamos que abandonar cosas como la aviación, el turismo o el comercio internacional. Cuando los límites se manifiesten tajantemente tendremos que aprender a solucionar el drama del desempleo sin poder aplicar las soluciones del crecimiento, sólo nos quedarán las soluciones decrecentistas del reparto y el ahorro para conseguir un mínimo de justicia y estabilidad social.

La covid-19 está suponiendo una dura prueba para nuestra sociedad, pero también es una fantástica oportunidad, porque nos está forzando a cuestionar estructuras y mentalidades obsoletas que, si no se corrigen ahora, nos harán enormemente vulnerables ante todas las crisis que nos esperan. Es el momento de corregir la deficiencia estructural de esta economía capitalista que no sabe solucionar los problemas si no es a base de un crecimiento y nos impide enfrentarnos con éxito a los grandes retos ecológicos de este siglo.

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Margarita Mediavilla es doctora en Ciencias Físicas y profesora de la Escuela de Ingenierías Industriales de la Universidad de Valladolid. Pertenece al grupo de investigación en Energía, Economía y Dinámica de Sistemas de la Universidad de Valladolid (GEEDS-Uva). Es miembro de Ecologistas en Acción y escribe regularmente en la Revista 15/15/15, el blog Última Llamada de El Diario y su blog personal Habas Contadas.

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