Luis González Reyes
Una de las escenas más duras que nos deja la pandemia del coronavirus es la del triaje, la elección de qué paciente recibirá más atención en función de sus posibilidades de supervivencia. Se ha criticado mucho —y con razón— que esta situación es consecuencia de las nefastas decisiones políticas tomadas anteriormente. Para empezar, los recortes en la sanidad pública. Sin embargo, hemos llegado hasta esta situación no solo por ese tipo de medidas, sino también por un proceso continuado de degradación ambiental que ha aumentado nuestra exposición a nuevas pandemias, un sistema altamente globalizado que facilita la dispersión de patógenos o, en general, una organización social extremadamente compleja que es muy vulnerable.
A quien está atendiendo en urgencias ahora ya le da igual todo lo que sucedió en el pasado y ha llevado a esa situación. Eso ya no se puede cambiar. Lo que le importa es tomar la elección menos mala justo en este momento, aquella que va a maximizar el número de personas que sobrevivan. Es una decisión en la que es determinante no equivocarse. Simple y trágicamente, las opciones buenas, que requieren tener los recursos materiales y humanos necesarios para ayudar a todas las personas que acuden al hospital, están fuera de su alcance.
El triaje en los hospitales por la pandemia de covid-19 es una buena analogía del tiempo histórico que vivimos. Estamos en una época marcada por el triaje, por la elección de las opciones menos malas, pues las buenas ya son imposibles. Fruto de muchas decisiones que se tomaron en el pasado y que ya no se pueden revertir estamos viviendo un tiempo de colapso sistémico, un tiempo de triajes. Y subrayo que no se pueden revertir, porque el cambio climático va a acompañar a la Tierra los próximos milenios, incluso aunque parásemos en seco las emisiones de gases de efecto invernadero, y lo mismo se puede decir de la destrucción ecosistémica, la menor disponibilidad energética y un largo etcétera de factores que marcan nuestro tiempo. Pensar lo contrario es dotarle al ser humano de capacidades que no posee, incluyo haciendo uso de la tecnología.
En las reflexiones que siguen, abordo lo que es menos malo desde el punto de vista de las mayorías sociales planetarias. Si tomásemos como foco a las clases privilegiadas, o al resto de seres vivos con los que compartimos existencia, las elecciones de “lo menos malo” podrían ser distintas.
Nuestras opciones teóricas
Los ejemplos de opciones no óptimas que tenemos por delante son múltiples y en distintos campos, pero me voy a centrar solo en uno. Un triaje fundamental que se está abriendo ahora es si intentar retomar la senda del crecimiento o poner en marcha políticas basadas en el decrecimiento en el consumo material y energético —lo que, no nos engañemos, significa una contracción económica—. ¿Cuál es la opción menos mala? Porque, qué duda cabe, ninguna es óptima en el contexto actual.
Por un lado, en un estudio reciente mostrábamos que para que nuestro Estado realice sus deberes climáticos hacen falta políticas drásticas sostenidas en el tiempo de decrecimiento, localización y primarización de la economía. Si esto se realiza manteniendo la composición actual del mercado laboral, se produciría una destrucción, según nuestro modelo, de unos dos millones de empleos en la década 2020-2030. Viviendo como vivimos en sociedades en las que la satisfacción de nuestras necesidades depende de tener dinero, que solo podemos obtener mediante un empleo, desde luego esta es una elección que no podemos calificar de buena.
Es cierto que podemos poner en marcha medidas que amortigüen el impacto de esta opción. Una sería imponer una jornada laboral de 30 horas —que implicaría una generación neta de 1,3 millones de empleos en nuestro modelo—. Otra sería poner en marcha medidas de redistribución de la riqueza —renta básica de las iguales, expropiaciones, fiscalidad realmente redistributiva—. Pero tendríamos que ir a más, porque las medidas que permiten cambios reales en las condiciones de vida de las clases populares son las que articulan mecanismos colectivos de satisfacción de necesidades que no pasan por el mercado y dotan a las personas de autonomía.
En sociedades tremendamente desiguales como las nuestras —mucho más si lo miramos a nivel global— luchar por poner en marcha estas medidas es imprescindible. Además, tenemos posibilidades de avanzar en todas ellas. Pero probablemente esto no ocurrirá al ritmo suficiente, ni con la extensión adecuada. Enfrente hay fuerzas muy poderosas, el nivel de vulnerabilidad social es muy alto y el tiempo muy corto. Incluso en el mejor de los escenarios posibles desde la perspectiva política, sociológica y económica, la opción del decrecimiento es una mala opción para una parte de la población, al menos a corto y medio plazo.
También podemos comunicar y demostrar con experiencias concretas que una vida más austera y con una relación armónica con los ecosistemas es probablemente una vida más feliz y plena. Sin embargo, incluso aunque se vislumbre como algo factible, el camino hasta esa meta es complicado y exige sacrificios. Para la mayoría de la población, no es una opción deseable a priori.
Así que veamos qué esperar de la otra opción: retomar el crecimiento. Esto se puede perseguir implementando dos grandes bloques de políticas. Por un lado, las basadas en el uso masivo de combustibles fósiles y la explotación al máximo de los recursos naturales, la opción business as usual (BAU). Por otro, las que se han englobado en el denominado Green New Deal (GND), que pivota sobre un despliegue masivo de renovables.
La opción BAU está ejemplificada por la eliminación de Donald Trump o de la Junta de Andalucía de la normativa ambiental, o la apuesta de China por el carbón que estamos viendo estos días. Todo esto, acompañado por una creación ingente de dinero que termina en gran parte en la economía más contaminante. Esta opción implica un incremento de las emisiones de gases de efecto invernadero que nos llevan a una situación auténticamente catastrófica. Producirá un aumento seguro de la temperatura planetaria de más de 1,5ºC respecto a los registros preindustriales. Este es el umbral que cada vez marcan más estudios científicos para que el cambio climático no se desboque activándose varios bucles de realimentación positiva que supongan que, independientemente de lo que hagamos los seres humanos, el clima evolucione hacia una nueva estabilidad climática 4-6ºC superior a la actual. Esto implicaría que amplias partes del planeta serían impracticables para la vida humana.
El cambio climático desbocado es una mala opción. La peor de las que tenemos. Ojalá lo entendiéramos de verdad. Incluyo sin entrar en esa situación de cambio climático desmesurado y atendiendo únicamente a alguno de sus factores, en los últimos 19 años el clima extremo impulsado por el cambio climático ya ha causado 500.000 muertes. Y la previsión es que entre 2030 y 2050 se producirán 250.000 muertes adicionales al año solo por la incidencia del cambio climático en la malnutrición, la malaria, así como las muertes por diarreas y olas de calor.
Además, uno de los fenómenos que precisamente se está viendo ampliado y reforzado por la emergencia climática son las pandemias. Y repito, esto es con el cambio climático leve que tenemos. Los impactos se disparan exponencialmente conforme aumenta la temperatura y, una de las cosas que nos ha enseñado esta pandemia, es a entender la importancia de las curvas que crecen de manera exponencial.
Pero en realidad la opción BAU tiene todavía más impactos. Al apostar por seguir articulando el metabolismo social alrededor de la minería de combustibles fósiles y de una gran variedad de elementos está irremediablemente condenada en el corto plazo, pues ya estamos en una época de agotamiento energético y material. Además, esta opción también implica una pronta disrupción total de muchos ecosistemas.
A día de hoy, sin aumentar la degradación ambiental, las 18 funciones ecosistémicas más importantes para la humanidad ya están en recesión. Entre ellas, se encuentran la polinización (de la que depende nuestra agricultura), la formación del suelo, la regulación del pH oceánico o de la calidad del aire. Todas ellas imprescindibles para la vida.
El GND también es una mala opción fundamentalmente por dos razones. La primera es que, a corto plazo, aumentaría las emisiones de gases de efecto invernadero y a medio, la reducción sería muy insuficiente. La situación en la que estamos hace necesaria una reducción inmediata y muy drástica de las emisiones —del 7,6% anual de aquí a final de siglo a nivel mundial—. Incluso un GND decrecentista, es decir, con reducción importante de determinados sectores, como el que modelamos en el trabajo nombrado anteriormente, arroja una reducción que se queda muy corta. La segunda razón por la que es una opción mala es porque no es viable, porque no hay materiales en la Tierra suficientes para que pueda realizarse. Además, hay más argumentos sobre su incapacidad para mantener el modo de vida actual y el crecimiento, como la limitada potencia y versatilidad de las renovables. El GND es una falsa solución óptima. Esas opciones ya no existen.
A todo ello habría que añadir que, aún con medidas redistributivas fuertes, ambas opciones, BAU y GND, suponen alto sufrimiento de millones de personas, pues están basados en mantener la brecha social y territorial. Es una de las claves del funcionamiento del capitalismo.
De este modo, en todas las opciones es harto probable que las clases populares sufran. Aunque en todas ellas este sufrimiento dependerá de las luchas que articulemos para conseguir una mayor o menor redistribución de la riqueza, el sufrimiento será inherentemente desigual en los tres caminos. Mientras en la opción del decrecimiento lo que está sobre la mesa es el grado de penuria económica que soportemos muchas personas, apostando por el crecimiento lo que nos jugamos, sin exagerar un ápice, es la vida.
Nuestras opciones reales. La política en tiempos de triajes
Se argumenta con profusión que la opción del decrecimiento no es económicamente viable. Comparto que no lo es en el marco actual. Es incompatible con el capitalismo. Solo es factible si se construye en paralelo a una economía poscapitalista, basada en gran medida en una desmercantilización y desalarización de nuestras vidas. Ningún cambio mínimamente emancipador se podrá realizar sin enfrentamiento con las clases capitalistas.
Pero el problema principal que se atribuye a la propuesta decrecentista no es el económico, sino el sociológico y político. Se argumenta que es imposible plantearlo porque no sería asumido. Esta idea está perdiendo fundamento tras la pandemia de covid-19. En estos momentos, claramente se ha priorizado la vida al crecimiento económico. Pero no solo eso, sino que se ha elaborado una definición de cuáles son los servicios esenciales. Una definición que coincide bastante con los básicos para tener una existencia digna: alimentación, sanidad, gestión de residuos, cuidados a personas dependientes, etc. —no entro en los que tienen que ver con la seguridad, que son más complejos de analizar—. Estos servicios esenciales encajan con la triada decrecimiento-localización-primarización de la economía. Y todo esto se ha producido con un alto nivel de consenso social. Lo que parecía imposible, de pronto, en pocas semanas, se ha convertido en una realidad asumida.
Esta experiencia tiene dos repercusiones importantes. La primera es que el colapso del sistema deja de ser algo impensable o abstracto: hemos experimentando una de sus etapas. Es algo que ha cobrado sentido a nivel colectivo y, bajo esa mirada, las políticas menos malas, las que tienen que ver con el decrecimiento, han ganado mucha viabilidad política.
La segunda implicación de las medidas tomadas para frenar la pandemia no es menos importante: se ha demostrado que sí se pueden implementar otro tipo de políticas, que sí es factible poner la vida en el centro y no el capital.
Sin embargo, la opción del decrecimiento no ha ganado la proyección suficiente. Mientras se siguen contando fallecimientos por una pandemia que en absoluto está controlada, los poderes económicos y políticos ya se están esforzando en poner en marcha las mismas políticas que nos llevaron a este desastre basadas en la destrucción ambiental y la extensión de la globalización económica. Es como ver a alguien que, justo cuando empieza a recuperarse un poco de un ataque al corazón, comienza a planificar volver con fuerzas redobladas al modo de vida que le condujo a esa situación.
Nos engañaríamos si pensásemos que lo que estamos viviendo es un paréntesis, un parón puntual —más o menos largo y profundo— en la normalidad. En realidad, estamos dentro de un proceso en el que el covid-19 no es más que un punto de inflexión. Nada volverá a ser igual. Es más, el colapso de nuestro sistema va a producir más situaciones de shock. Por poner un ejemplo entre muchos, con mucha probabilidad viviremos periodos cada vez más largos de desabastecimiento de combustibles fósiles, lo que conllevará una cascada de impactos socioeconómicos, empezando por el cortocircuito del transporte de personas y, lo que es más relevante, de mercancías. Algo que puede parecer todavía lejano, cada vez es más probable. Los precios del crudo por los suelos están conllevando la quiebra de empresas de fracking de EEUU, pero en general son un problema del sector, que ve cómo su rentabilidad es cada vez menor. Esto redunda en el recorte en las inversiones, que ya se está llevando a cabo. El resultado es que se refuerza la menor disponibilidad de crudo. En una situación de ese tipo, podrá ser entendida como lógica por la población una restricción masiva de la movilidad y que esta restricción no sea solo personal, sino que también implique una apuesta por una producción y consumo más locales. Mucho más locales. Nuevamente, algo que resulta hoy complicado de plantear a nivel político —pero mucho menos que antes de la pandemia— se podrá convertir en factible.
Esto es una forma de realizar política a golpe de shock, pero probablemente es ya la única forma de hacer política posible, pues estamos en tiempos de triajes en los que las situaciones de excepción se van a multiplicar. En un contexto así, la clave no es intentar evitarlas, algo que tiene muy pocas posibilidades de éxito por el contexto de colapso del orden establecido que estamos viviendo, sino en implementar en ellas políticas enfocadas a reducir el impacto para las mayorías sociales del siguiente shock. Tener una gestión del shock no solo a corto plazo, sino con una mirada de medio y largo recorrido entendiendo que el antiguo orden no es recuperable.
Desde luego, es mucho más difícil hacer política en un tiempo de triajes que en una época en la que son factibles soluciones óptimas. Mientras la segunda puede estar conducida por la ilusión, el primero está atravesado por el miedo. Ante ese miedo, nuestra responsabilidad es transmitir esperanza, pues solo otra emoción puede ayudar a superarlo. Digo que es una responsabilidad porque creo que lo tenemos que hacer, aunque nos flaquee. Si no lo hacemos quienes luchamos por un mundo justo, democrático y sostenible nadie lo va a realizara y sin esperanza no hay proceso de cambio emancipador que pueda tener éxito. Otros sectores sociales usarán ese miedo para mantener sus posiciones de poder fomentando enfrentamientos entre las clases populares.
No me refiero a una esperanza en soluciones mágicas, ni en la vuelta a la normalidad anterior. Eso es imposible. Me refiero a la esperanza de que el desmoronamiento de este orden sociocida y ecocida nos puede brindar oportunidades de construir sociedades donde la vida merezca la pena de ser vivida. Una esperanza centrada en un pensamiento lúcido.
La carga emocional de tomar las decisiones menos malas es muy fuerte. En tiempos normales, podemos permitirnos una forma de ser flácida. Dejarnos llevar por los automatismos colectivos e individuales. En tiempos de triajes, tenemos la obligación vital y ética de crecernos en los retos que tenemos que afrontar en nuestras vidas personales y en nuestras opciones políticas.
Luis González Reyes
Miembro de Ecologistas en Acción
El Salto