Estamos ante una suerte de agenda oculta, que hay que desvelar, porque ahí residen algunas de las cuestiones de fondo sobre las que debemos discutir y que son claves en la orientación de las agendas públicas.
Podemos y debemos discutir la supuesta lógica económica –en mi opinión errónea en los supuestos que la sostienen y en las conclusiones que alcanza– de los que defienden una reducción sustancial y generalizada de los impuestos por los beneficios que tendría sobre el funcionamiento de la actividad económica y porque, en paralelo, contribuiría a contener el aumento de los precios.
Creo, sin embargo, que hay otro debate, no menos relevante, en términos de economía política, que hay que colocar sobre el tablero. Haciéndome eco de una afortunada expresión utilizada por Naomi Klein en su libro La doctrina del shock, estamos ante una suerte de agenda oculta, que hay que desvelar, porque –estoy convencido de ello– ahí residen algunas de las cuestiones de fondo sobre las que debemos discutir y que son claves en la orientación de las agendas públicas.
En primer término, con el mantra de menos impuestos para luchar contra la inflación y reactivar la actividad económica, en realidad se desliza el mensaje de que con menos Estado la economía funciona mejor y que el sector público, al que se tilda de ineficiente y despilfarrador, representa un lastre del que hay que deshacerse o que, cuando menos, hay que reducir su tamaño para que los mercados y las lógicas mercantiles, a los que se atribuye una intrínseca eficiencia y racionalidad, abran nuevos espacios de negocio.
Con este planteamiento se pasa por alto el “pequeño detalle” de que una parte cada vez mayor del dinero público termina, de una manera o de otra, en los bolsillos de las grandes empresas; el dinero movilizado por el Banco Central Europeo (BCE) bajo las políticas conocidas como de flexibilización cuantitativa y la financiación canalizada a través del Fondo de Recuperación Europeo (NGEU, por sus siglas en inglés) son dos claros ejemplos al respecto. Las corporaciones cuentan con un sinfín de grupos de presión, con presupuestos millonarios a su disposición, operando en espacios poco o nada transparentes, cuyo objetivo es filtrar e imponer sus agendas a las instituciones. Por lo demás, las grandes corporaciones y fortunas han conseguido reducir su carga tributaria y, en paralelo, se han especializado en eludir, utilizando una compleja ingeniería contable, sus obligaciones fiscales. Así pues, por paradójico que pueda parecer, la proclama de “menos Estado” en realidad es una cortina de humo para continuar ocupando lo público, poniéndolo al servicio de las élites y de las corporaciones.
En segundo término, una política centrada en la bajada de los impuestos priva de recursos propios a los gobiernos. De esta manera, quedan en manos de los acreedores y de los vaivenes de los mercados de deuda, donde los tipos de interés están experimentando sustanciales aumentos fruto de la política monetaria restrictiva llevada a cabo por el BCE (y por los otros bancos centrales).
Al crecer los niveles de déficit y deuda –y las obligaciones derivadas de la misma: pagos de intereses y amortizaciones de los préstamos– queda comprometida la financiación de las actividades productivas y sociales acometidas por las administraciones públicas. En este escenario, ganan terreno –nunca lo han perdido en realidad– aquellas posiciones que sostienen la necesidad de retornar a las políticas de austeridad presupuestaria –que es rigor para las clases populares, pero no para las elites– y que levantan la bandera de las privatizaciones con el objeto de reducir un gasto público que se considera “excesivo”.
En tercer lugar, el mantra de bajar los impuestos tiene otra importante carga de profundidad: no subir los que pagan los ricos y las corporaciones, que, en términos reales, se encuentran bajo mínimos en el Estado español. Las desproporcionadas ganancias que están obteniendo las grandes empresas y la extraordinaria concentración del ingreso y la riqueza en muy pocas manos han puesto sobre la mesa, alcanzando a la opinión pública (este es un dato muy positivo), la necesidad de que, en tiempos de crisis y emergencia social, con una inflación que todavía está disparada, los privilegiados deben contribuir en mayor medida al sostenimiento de las finanzas públicas.
Las moderadas, y claramente insuficientes, propuestas de nuestro gobierno –impuestos que gravan de manera excepcional y provisional los beneficios e ingresos extraordinarios generados por un reducido número de empresas– apuntan en esa dirección. Si los que pueden y deben contribuir en mayor medida a la hacienda pública consiguen paralizar o descafeinar (todavía más) esta iniciativa, no sólo sería injusto, porque finalmente soportarían la factura de la inflación y de la crisis los de siempre, sino que haría imposible abordar el plan de reformas estructurales que la economía necesita y que precisaría de un potente y solvente sector público. Así pues, no estamos hablando sólo de la coyuntura de la lucha contra la inflación y de un reparto más equitativo de los costes de la misma; también, y sobre todo, de enfrentar sus causas más profundas, la oligopolización de las estructuras empresariales y la concentración del ingreso y la riqueza, y capacitar al Estado para que desempeñe un papel central en la lucha contra el cambio climático y la desigualdad. Esto es lo que nos estamos jugando.
Aclarado todo lo anterior, resulta evidente en mi opinión que el sustancial aumento de los precios, que, según todos los pronósticos (siempre inciertos), se mantendrá en niveles muy elevados durante los próximos meses, ha colocado en una situación dramática a los grupos de población más vulnerables y, en general, a los que no tienen capacidad para actualizar (indexar) sus ingresos con el crecimiento de los precios. En este contexto, la bajada de algunos impuestos es una medida imprescindible en términos de equidad y supervivencia. Un argumento adicional para exigir una contribución mayor a los que más tienen._
Fernando Luengo Escalonilla es economista.
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