La falacia de las renovables y el cambio climático

Entre el posicionamiento falaz del “son imprescindibles” y una oposición completa del tipo “no debemos instalar ninguna”, existe un enorme trecho donde se debe ubicar la racionalidad y, sobre todo, la auténtica democracia.

Afirmar que las energías renovables son la solución al cambio climático se ha convertido en un lugar común. Sin embargo, ante la expansión acelerada de su instalación conviene preguntarnos si tras ese lugar común existe una realidad contrastable o estamos, por contra, ante un mito más de eso que se ha venido en llamar la descarbonización de nuestras sociedades.  

Porque no es solamente nuestra clase política a la que escuchamos decirnos que “necesitamos instalar energías renovables”, sino que incluso no pocos sectores del ecologismo aseveran que necesitamos instalar de forma “masiva y rápida” grandes estructuras de lo que llaman renovables, pero que sería mejor denominar, para ser precisos y evitar un peligroso autoengaño, sistemas no renovables de captación temporal de flujos de energía renovable (SiNRER o simplemente pseudorrenovables). Si no lo hacemos, llega a afirmar algún conocido divulgador, las consecuencias serán “sequías, incendios, clima extremo” que arrasarán con “nuestros campos y nuestra biodiversidad”.

Analicemos, pues, si este tipo de afirmaciones se sostiene en un razonamiento lógico basado en la ciencia. En primer lugar, si queremos combatir un caos climático causado por las emisiones de efecto invernadero, la solución que debería aparecer como más obvia consistiría en lo que nos lleva diciendo décadas la gente de ciencia: primero, la reducción de dichas emisiones, esto es, dejar de emitir CO2, CH4, N2O y el resto de gases que están reteniendo un calor excesivo en nuestra atmósfera. Y, en segundo lugar, como estrategia complementaria, intentar capturar la máxima cantidad posible de los gases ya emitidos por encima de los niveles presentes en la atmósfera preindustrial, es decir, retirarlos de la atmósfera, secuestrarlos, como se suele decir, en las formas más seguras y permanentes posibles. 

Pues bien, entonces la prueba del algodón para saber si las pseudorrenovables sirven realmente para combatir el cambio climático sería preguntarnos, en primer lugar, si reducen las emisiones. ¿Construir, instalar y operar una turbina eólica, por ejemplo, retira carbono de la atmósfera? ¿Lo hace un panel fotovoltaico? La respuesta es que no, no están hechos con ese objetivo, sino para generar electricidad a partir de la captación que realizan de flujos de energía presentes en la Naturaleza. De hecho, para su construcción se necesita quemar cantidades importantes de combustibles fósiles, lo cual contribuye… ¡a empeorar el cambio climático! Precisamente una instalación “masiva y en tiempo récord” como la que reclaman algunos, de este tipo de SiNRER lo que causaría es una aceleración de las emisiones y un empeoramiento a corto plazo de la perturbación climática, como ha señalado, entre otros, un equipo experto en la modelización de los diversos caminos hacia una Transición Energética, el grupo GEEDS (Grupo de Energía, Economía y Dinámica de Sistemas) de la Universidad de Valladolid.

Descartado, pues, que las mal llamadas renovables contribuyan a combatir el caos climático de esta primera manera, quedaría responder a una segunda pregunta: ¿pueden capturar carbono de la atmósfera? La respuesta, de nuevo, es evidente: no pueden hacerlo puesto que no están diseñadas para eso. Retirar carbono es algo que tan sólo pueden hacer ciertas partes de la biosfera (los árboles, un suelo vivo, las turberas, etc.) o, al menos en teoría, ciertos artilugios y sistemas inventados o por inventar por los seres humanos con dicho fin, y que se suelen denominar en la bibliografía técnica y en los documentos del IPCC, sistemas CCS (carbon capture and storage). Pero los eólicos, las placas solares, etc. no son CCSs. Así pues, tampoco ayudan retirando emisiones.

La conclusión entonces es clara: las instalaciones de las llamadas energías renovables (en realidad pseudorrenovables, puesto que requieren materiales y energías no renovables para su construcción y sustitución) no sirven para combatir el cambio antropogénico del clima que nos está conduciendo a la extinción. Pero entonces, ¿cómo se explica que sectores del ecologismo, incluso divulgadores científicos de prestigio, activistas y prácticamente toda la clase política al unísono coincidan en defender esa falacia y, en consecuencia, reclamar políticas de implantación masiva de eólicos, fotovoltaica y sistemas asociados como el hidrógeno o el coche eléctrico?

Para responder a esto debemos fijarnos en ciertos supuestos que sostienen esa postura y que, hay que señalarlo, no tienen fundamento científico, sino que son hipótesis técnicas no demostradas, mitos culturales o posicionamientos puramente ideológicos. El primero de ellos sería la creencia de que las energías renovables sustituyen a las fósiles, cuya quema, como es sabido, es la principal fuente antropogénica de emisión de carbono a la atmósfera. Según esta hipótesis, cuantas más instalaciones fotovoltaicas o eólicas tenemos, menos GEI emitimos porque la combustión del petróleo, el gas fósil o el carbón se vería sustituida por la energía que pasamos a obtener de las SiNRER. Esto, que suena lógico en principio, en realidad no se apoya en hechos que demuestren que por cada nuevo aerogenerador, por cada nuevo panel solar, se cause el cierre de alguna planta de carbón o hagan que alguna petroquímica deje de usar petróleo o que desaparezca alguna fábrica de fertilizantes a base de gas fósil. De hecho, lo que cualquier dato estadístico a nivel nacional o mundial puede mostrarnos es que el crecimiento de consumo de fósiles continúa con independencia del crecimiento paralelo de las instalaciones pseudorrenovables. Para que esta primera hipótesis se convirtiese en realidad, debería existir algún tipo de regulación que obligase a reducir el consumo total de fósiles en una medida mayor al consumo de esos mismos fósiles que se requiere para instalar las SiNRER, pero no existe ninguna regulación de ese estilo. Y, en el caso de que algún día llegasen a existir una legislación y un descenso semejantes, sería esa reducción forzada por la Ley la que estaría combatiendo el CC y no el despliegue de las llamadas renovables, que, a lo sumo, podríamos decir que a lo que ayudan es a mantener el nivel de energía disponible, o al menos parte del mismo, que perdemos al prescindir de las fósiles.

Si continuamos escarbando en los argumentos en los que se apoya la falacia renovable, veremos que la supuesta sustitución parte de otra asunción sin fundamento sólido: que podemos electrificar todos los usos actuales de las energías fósiles. Pero esa electrificabilidad total no está demostrada. Sí que es cierto que una parte de los usos actuales del petróleo, del gas y del carbón pueden ser modificados, mediante adaptaciones industriales y sociales más o menos costosas, para funcionar con esa electricidad que –olvidan explicar los defensores de esta vía– es el único formato energético que son capaces de producir las SiNRER, que por este motivo son denominadas también REI (Renovable Eléctrica Industrial, siguiendo a Antonio Turiel). Pero la cuestión clave aquí es que existen otros usos críticos de la energía fósil para los que la electricidad, por mucha que generásemos, no serviría, e incluso su almacenamiento concentrado en forma de hidrógeno estaría fuertemente limitado por condicionantes físicos que estamos muy lejos de superar, si es que alguna vez lo conseguimos. La producción de cemento en altos hornos, el transporte aéreo o la producción de muchos tipos de plásticos serían algunos de estos usos difícil o imposiblemente electrificables.

Otra asunción que subyace aquí es la de que podemos (y debemos) mantener una civilización como la actual, es decir, de tipo eminentemente industrial, hipercompleja y con unos niveles de consumo energético y material elevadísimos. Así, como sabemos que no nos queda otra que dejar de quemar fósiles (por el doble motivo de que destruyen el clima y de que se agotan), y esto va a implicar una pérdida de energía primaria del 80%, aproximadamente, a escala mundial, nos dicen que necesitamos instalar renovables, porque dan por hecho el posicionamiento ideológico de que queremos mantener este tipo de civilización, junto con la hipótesis no demostrada, de que podemos hacerlo. No obstante, no faltan motivos para dudar mucho de la factibilidad de ese mantenimiento de un tipo de sociedad que nació con los combustibles fósiles, se desarrolló a su medida y se mantiene gracias a su flujo creciente año tras año, desde hace más de siglo y medio. Por no mencionar la cuestionable deseabilidad de tal mantenimiento de una sociedad capitalista que demostró su carácter injusto, insano y destructivo basado en la explotación creciente de la Naturaleza, de los pueblos y de las mentes y cuerpos de los seres humanos. Quiere esto decir que únicamente podremos afirmar que necesitamos masivas instalaciones fotovoltaicas, eólicas, etc. si podemos y queremos mantener una civilización industrial y capitalista del crecimiento perpetuo. Lo único que reclama y necesita más y más energía es el capitalismo, no las necesidades humanas, y mucho menos las necesidades de la Biosfera.

Y, finalmente, incluso partiendo de que aceptásemos todos los supuestos anteriores, la falacia de las masivas renovables como necesidad ineludible para luchar contra el cambio climático seguiría fallando por el simple hecho de que las considera realmente renovables. Pero no existe ni un solo panel fotovoltaico en el mundo, ni un solo aerogenerador en parte alguna, que se hayan construido usando únicamente electricidad de origen renovable y materiales reciclados o renovables. Ni los hay ni los podemos esperar, tanto por el agotamiento acelerado de los minerales primarios como por el costo energético prohibitivo que tendría acercarnos a tasas suficientes de reciclaje como para hacer algo semejante a escala masiva.

¿Quiere todo esto decir que debemos rechazar totalmente las llamadas energías renovables? Aunque esta suele ser una acusación que lanzan contra sus críticos algunos creyentes en las falacias renovables que acabamos de describir, no es así en absoluto. Entre el posicionamiento falaz del “son imprescindibles y además de manera masiva” y una oposición completa del tipo “no debemos instalar ninguna”, existe un enorme trecho donde se debe ubicar la racionalidad y, sobre todo, la auténtica democracia. Porque es esto, y no otra cosa, lo que en el fondo están reclamando los movimientos de oposición a los macroproyectos de renovables: democracia y soberanía energéticas, es decir, la capacidad de decidir qué tipo de energía, cuánta y para qué. Además, una descarbonización, para ser racional, debe huir de autoengaños y partir de un realismo que reconozca que lo único que combate el cambio climático es dejar de emitir GEI, y que eso implica dejar de quemar petróleo, gas y carbón, punto. Y que reconozca, así mismo, las implicaciones ineludibles de trasformar completamente nuestro modelo de civilización: aceptar un declive global de la disponibilidad de energía hasta llegar a los niveles que puedan proporcionarnos unas auténticas renovables (las que llama Luis González Reyes las R3E, energías realmente renovables y emancipadoras, concepto que incluye las renovables no eléctricas que defiende Turiel); relocalizar la vida y la economía para poder satisfacer las necesidades locales con energías y materiales locales; abandonar el capitalismo como paradigma único que determine la organización social, para decidir democráticamente qué otros tipos de modelos queremos construir en cada país; desarrollar (esto sí) de manera masiva la agricultura ecológica, de manera correctamente planificada y adaptada a cada territorio, contando con los factores ya inevitables del caos climático, para asegurar una soberanía y resiliencia alimentarias como primer objetivo social; desarrollar toda una nueva estructura de relaciones internacionales basada en la justicia y en la compensación a los pueblos por la deuda histórica y climática; así como toda una serie de medidas de profunda y rápida trasformación social hacia sociedades pospetróleo, poscrecimiento y poscapitalistas como las que vienen proponiendo movimientos como el Decrecimiento o el Ecosocialismo ecofeminista y consciente de los límites del planeta. 

Será solamente entonces, sobre esta base de una nueva realidad material y social, que podremos formular entre todas y todos, cuántas turbinas eólicas, paneles fotovoltaicos, coches eléctricos o barcos de hidrógeno necesitamos construir. Pero llegados ahí ya no lo haremos con la falsa ilusión de estar “luchando contra el cambio climático”, sino que, con el freno ya puesto a este peligro en una sociedad que ya no necesitará crecer y que consumirá muchísima menos energía, podremos decidir si necesitamos ese tipo de tecnologías para satisfacer necesidades reales y concretas de las comunidades o si estas ya no merecen la pena.

Manuel Casal Lodeiro es coordinador del Instituto Resiliencia.

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