Paro y desigualdad, la pareja insostenible

Intervenció de Jean-Pierre Palacio, membre d’Attac-Catalunya en el cicle de xerrades «L’Alternativa Social» organitzat per tercer any consecutiu per Amnistia Internacional de l’Alt Penedès

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El paro masivo existe en todos los países desarrollados, con mayor incidencia en áreas del Sur de Europa: España, Grecia y Portugal. Ha llegado para quedarse debido a causas estructurales, como la desenfrenada automatización de los procesos productivos y los límites del crecimiento, causas aún más determinantes que la crisis económica considerada pasajera por los mentideros oficiales. En el actual sistema socioeconómico que rige en todo el planeta, la destrucción acelerada de puestos de trabajo conduce al empobrecimiento sin vuelta atrás de amplias capas de la población, en especial de los jóvenes y de los mayores de 45 años que pierden su empleo, en nuestro entorno por lo menos.

Los índices de pobreza rondan ya el 25 % en todo Occidente y ello resulta un contrasentido cuando la riqueza global, medida por el PIB, apenas ha sufrido variación a pesar de la Gran Recesión iniciada en 2008 con la quiebra de Lehman Brothers. Aunque nunca haya habido tanto dinero en el mundo, concentrado en manos de una oligarquía planetaria omnipotente que lo emplea sobre todo para especular, la cohesión social se resquebraja debido a que el trabajo asalariado, cada vez peor remunerado y más precario, se va fundiendo como un azucarillo pese a ser el principal recurso, si no el único, de la inmensa mayoría.

Urge por tanto arbitrar e imponer las medidas jurídicas y políticas que garanticen la justicia social y la igualdad, más allá de las soluciones individuales y del sálvese quien pueda. Cuanto antes las reivindiquemos entre todos, antes podremos salir del precipicio en el que nos ha hundido un capitalismo despiadado sin contrapeso gubernamental por la subordinación de la élite política al poder financiero.

Un mercado laboral cada vez más débil

No volveremos a tener los bajos niveles de paro que Europa Occidental conoció durante las tres décadas que siguieron el fin de la Segunda Guerra Mundial. Recordemos que el 26 % registrado en España se mantendrá prácticamente estable en los próximos años pese a la prevista mejoría de los datos macroeconómicos, tal como reconoció el propio Gobierno. En su informe anual del pasado enero, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) estimó que se habían perdido en el mundo 62 millones de empleos desde 2008 y que la situación seguiría empeorando en los 5 próximos años.

Pero hay más. Las estadísticas que se manejan habitualmente en los medios son incompletas porque cada país tiene sus propios mecanismos para mejorar los resultados. En Estados Unidos, por ejemplo, basta haber trabajado dos horas la semana anterior a la encuesta para ser considerada persona con empleo. Alemania no contabiliza como parados a los desempleados de larga duración que pasan a ser beneficiarios del programa de asistencia conocido como Hartz IV, y España no registra, entre otros, a los estudiantes que buscan un empleo a tiempo parcial.

Tampoco se tiene en cuenta el subempleo, o sea el trabajo realizado a tiempo parcial cuando el asalariado desea hacerlo a tiempo completo. El 55 % de los españoles con contrato a tiempo parcial desearían trabajar más horas. Unos 10 millones de europeos sufren esta situación, que afecta sobre todo, además de España, Grecia, Chipre y Letonia según Eurostat. Y en Estados Unidos, la tasa de paro subiría un 50 % si se incluyera el subempleo (21 millones de personas) y la fuerza laboral disponible que ha desistido de buscar trabajo porque cree que no lo encontrará nunca más, un fenómeno cada vez más extendido en el mundo occidental.

La crisis pasará, dicen. Para los expertos que lo pregonan, ello significa, junto a la mejora de datos macroeconómicos, que bancos y multinacionales de mayor capitalización mejorarán sus beneficios. Como en todas las crisis propias del capitalismo, una multitud de empresas e individuos se habrán quedado por el camino, es el precio a pagar por el “progreso”. Los parados de la Gran Recesión, afirman los optimistas, acabarán encontrando ocupación en las actividades punteras desarrolladas por el nuevo ciclo de expansión. Jóvenes sin formación, trabajadores de la construcción y mayores de 50 años, no os preocupéis, las nuevas tecnologías os abrirán las puertas de las decenas de Microsofts surgidas de la vocación emprendedora.

Discurso engañoso donde los haya. Dejando de lado las previsiones catastrofistas sobre España de Niño Becerra, tertuliano habitual y catedrático de Estructura Económica del IQS (las pensiones bajarán, las rentas seguirán cayendo, el paro rondará durante lustros el 25 %…), los datos muestran que el volumen global de trabajo de los países avanzados se ha estancado cuando no reducido pese al aumento de la riqueza global. En los últimos 20 años, el total de horas trabajadas en Alemania se ha mantenido estable. Sin los casi ocho millones de minijobs (15 horas semanales de media) y los tramposos criterios con que se estima la población activa, el gobierno de Merkel no podría alardear de ir hacia el pleno empleo. En 2012, el economista Robert Reich, Secretario de Trabajo con Bill Clinton, afirmó que Estados Unidos había recuperado la producción anterior a la crisis, pero con 6 millones de trabajadores menos.

 Trabajo asalariado frente a tecnología

El aumento de productividad derivado de la automatización de los procesos industriales (un 74,5 % de 1979 a 2012) reduce drásticamente la cantidad de horas necesarias para fabricar un producto. En 1982, por ejemplo, Seat produjo unos 200.000 coches con una plantilla de 25.000 empleados. Treinta años más tarde, la misma empresa lanzó 377.000 unidades con tan sólo 11.500 trabajadores. La multinacional taiwanesa Foxconn que produce, entre otros, para Apple, Amazon (Kindle), Sony (PlayStation) o Microsoft (Xbox), tiene previsto introducir en sus fábricas un millón de robots que sustituirán a centenares de miles de obreros en un plazo de tres años. Son puestos de trabajo que desaparecen para siempre. Esa imparable tendencia mundial supone un ocaso gradual del obrero fabril, más acusado en los países desarrollados por las deslocalizaciones de las tres últimas décadas, y evoca lo ocurrido con el campesinado que ahora sólo representa en España el 4 % de la población.

El desarrollo exponencial de las nuevas tecnologías incide en todas las actividades, no solo las fabriles, rompiendo equilibrios en apariencia consolidados y provocando la crisis de sectores antaño dinámicos como la prensa, las agencias de viaje, las discográficas o los medios audiovisuales en general. Ello se suma a la generalización desde los años ochenta del autoservicio, que traslada al cliente tareas efectuadas anteriormente por asalariados, como la venta de entradas y títulos de transporte o el repostaje en las gasolineras. Muchos supermercados contemplan desde fechas recientes el relevo de las cajeras por sistemas informáticos y en Asia se han abierto, con buena acogida, varios restaurantes en los que una sola persona controla los robots camareros y cocineros.

Trabajos como la traducción, el análisis de datos y la logística cuentan con programas que sustituyen al ser humano y eliminan empleos que exigen formación. Algunos sistemas informáticos realizan diagnósticos médicos de cáncer y arteriosclerosis, lo cual eliminará en muchos casos la función del radiólogo. También se verán afectados los abogados con la automatización del redactado de contratos y actos jurídicos convencionales. Google tiene previsto lanzar en 2017 una flota de vehículos autónomos sin conductor, lo que supone una amenaza directa para la profesión de taxista y camionero. Estas tendencias, que pueden parecer ciencia ficción pero no lo son, se convertirán en una pesadilla si la sociedad no elabora un contrato social adaptado a los nuevos tiempos y sin el cual imperará una situación caótica de consecuencias imprevisibles.

La innovación tecnológica, paralela a una cada vez más descarada explotación laboral, representa una amenaza para el trabajo asalariado tal como lo conocemos y augura un aumento del paro estructural, pero la solución al desempleo no puede basarse ni en un improbable abandono de las nuevas tecnologías ni en el crecimiento indefinido con el que nos intoxican los economistas oficiales. Vivimos en un mundo finito, cada vez más poblado (9.000 millones hacia 2050), donde el agotamiento de los recursos no renovables será inevitable en algún momento. Por otra parte, la actividad humana descontrolada provoca un cambio climático que ya se percibe en la cada vez mayor frecuencia de fenómenos extremos (inundaciones, huracanes, sequías, récords de temperatura) y que obligará a plantearse en serio el decrecimiento, o sea lo contrario de lo que propugnan los gurús con mando en plaza.

Las consecuencias sociales del desempleo masivo

En Estados Unidos y Europa, la fractura social se acentúa año tras año a causa del paro y la degradación de las condiciones laborales. Alrededor del  10 % de la población se aprovecha de las reformas que propugna la élite para incrementar su fortuna y afianzar sus privilegios, un 50 % mantiene más o menos su estándar de vida con grandes dudas sobre su futuro, y el 40 % restante oscila entre la exclusión y la pobreza más o menos llevadera.

¿Cómo sorprenderse de la explosión de la miseria? En España, más de 1,8 millones de hogares tienen a todos sus miembros sin trabajo. Cuatro de cada diez parados no cobran ayuda económica alguna, una situación a la que se sumarán en 2014 medio millón de personas más. Un raquítico subsidio de 426 € mensuales, muy inferior a lo que se considera umbral de la pobreza (7.350 € anuales para una persona, 15.400 para una pareja con dos hijos) pretende cubrir las necesidades de 1,6 millones de personas registradas en las oficinas del INEM. Para arreglarlo todo, el gobierno anunció en enero que los parados de larga duración perderán la cobertura sanitaria si pasan 90 días en el extranjero.

Según datos de la Comisión Europea y la OCDE, en 2007 la desigualdad en Europa era ya superior a la que existía en 1970. La crisis aceleró la tendencia. En seis años, el número de británicos que acuden a instituciones benéficas se ha multiplicado por 20 y el número de personas atendidas en España por Cáritas se ha cuadruplicado. Alemania, la modélica Alemania que nos presentan como modelo de superación de la crisis, reconoce como pobres a 8 millones de personas con trabajo. Allí, el seguro de desempleo dura como máximo un año y sólo se conceden ayudas de la Seguridad Social a los hogares sin patrimonio ni ahorros. Una disposición que, como los famosos minijobs obligatorios a 450 € mensuales, se debe a la Agenda 2010 cocinada en 2003 por la coalición entre socialdemócratas y Verdes.

A la ruptura de la cohesión social, que nunca fue tan firme como nos vendieron, se añade la precariedad de unos contratos laborales cada vez  más cortos y peor remunerados. Con independencia de la formación que tengan, hasta los 30 años la inmensa mayoría de jóvenes no acceden a contratos estables que, por otra parte, pueden romperse con gran facilidad desde la reforma laboral de 2012; tampoco volverán a tenerlo los mayores de 50 años que pierden su empleo. En enero de 2014, mes que arrojó 113.000 parados más y la Seguridad Social perdió a 189.000 afiliados, se firmaron la friolera de 1.259.000 contratos, 93 % de ellos temporales con una duración media de 55 días.

Lo que el neoliberalismo llama “flexibilización de las condiciones laborales” es un camino de servidumbre que rompe las perspectivas de futuro y permite cualquier abuso. Muchos testimonios recogidos en prensa y redes sociales denuncian cambios de horarios repentinos comunicados sin antelación, alteraciones de nómina, horas extra no pagadas y un largo etcétera. El precario, sometido a un trabajo intermitente e imposible de planificar, se ve obligado a vivir al día, aislado y pendiente del azar, con el No Future de los viejos punkies como horizonte vital.

Hacia la distribución de la riqueza

Los países ricos, y España lo es, no se han vuelto más pobres de repente. Salvo Grecia, que ha perdido una cuarta parte de su PIB, los demás miembros de la eurozona han retrocedido menos de un 10 %. El principal problema es el injusto reparto de los bienes, acelerado con la crisis, y urge acabar con ese horror económico, ya denunciado en 1996 en un ensayo del mismo título que por cierto no tuvo mucho éxito en España.

Un reciente informe de Intermon-Oxfam reveló que las 85 mayores fortunas del mundo tienen un patrimonio equivalente al de 3.500 millones de personas. Los 20 españoles más ricos poseen lo mismo que el 20 % más pobre. Un estudio de la universidad de Berkeley, a cargo del profesor Emmanuel Sáez, determinó que el 1 % más rico se apoderó del 57 % del crecimiento registrado entre 1993 y 2010 y, ojo al dato, del 93 % de la recuperación habida del 2009 al 2010. En Italia, las rentas salariales llevan 25 años perdiendo terreno frente a las rentas del capital. Apuntes similares realizados por centros académicos y oenegés forman una lista interminable y aburrida.

No basta con certificar la magnitud del expolio. Hemos de ir recuperando lo que nos es arrebatado mediante una voluntad política que alivie las situaciones extremas y allane el camino hacia una justicia social efectiva. Ningún asalto a un simbólico Palacio de Invierno alumbrará un mañana radiante, pero sí podemos señalar unos cuantos puntos que van en esa dirección. Quiero exponer sólo algunos, que ya han sido formulados en diversos foros. Son difíciles de conseguir, pero si movimientos sociales y organizaciones con voluntad de cambio los convierten en un eje fundamental de sus reivindicaciones tal vez podamos ganar la batalla ideológica que, más allá de la desafección hacia el sistema político vigente, estamos muy lejos todavía de haber ganado.

Reparto del trabajo. El volumen global de trabajo debe repartirse entre la población activa para que todos tengan acceso al empleo, lo cual implica una reducción de la jornada laboral. Este principio, ridiculizado por el pensamiento económico dominante, ya fue apuntado hace un siglo por John Maynard Keynes, el economista de cabecera de la socialdemocracia hasta la reconversión de ésta al liberalismo, quien auguró para la segunda década del siglo XXI que trabajaríamos 15 horas semanales gracias al progreso tecnológico. En la década de 1950, los teóricos de la civilización del ocio consideraban inevitable una drástica reducción del horario laboral, un enfoque que desapareció en los años 80 con el resurgir del pensamiento conservador. Sin embargo, el reparto del trabajo no es sólo una reivindicación de movimientos alternativos y minoritarios, sino que ha vuelto a ser contemplado por el mundo académico y unos pocos políticos  institucionales. Robert Skidelsky, por ejemplo, miembro de la Cámara de los Lores, ha publicado artículos en la prensa diaria donde postula reducir la semana de forma inmediata a 30 horas y a 20 horas al cabo de un tiempo. ¡Reparto del trabajo, ya! 

Renta básica y subsidio a adultos sin recursos. Implantar un ingreso pagado por el Estado como derecho de ciudadanía, o sea a cada persona durante toda su vida, es un tema que lleva planteándose en los últimos 20 años, impulsado por Daniel Raventós, profesor de la universidad de Barcelona. Se van a presentar o se han presentado ya varias iniciativas legislativas populares al respecto, tanto en el Congreso de los Diputados como en varios Parlamentos autonómicos. Vista la composición de los hemiciclos, parece poco probable que se legisle en ese sentido, pero la idea va abriéndose camino. Mientras tanto, ese subsidio, equivalente como mínimo al umbral de pobreza, debe darse de forma inmediata a todas las personas que puedan demostrar la falta de recursos. Tendría que ser una exigencia colectiva. ¡Nadie sin recursos!

Salario mínimo decente. La caída de sueldos ha sido espectacular en España. Ser mileurista, palabra acuñada en 2005, ha pasado a considerarse casi una aspiración. La mitad de las ofertas de trabajo proponían en enero salarios de mil euros o menos. Según un boletín del INE del año pasado, el sueldo más frecuente era, sin que se especificara el porcentaje, de 800 € netos por 14 pagas. Salvo los países del arco mediterráneo y de la antigua órbita soviética, el salario mínimo oscila en Europa entre 1.200 y 1.800 €, mientras que España lo mantiene congelado en 645 € mensuales. No puede aceptarse que tantas empresas, de grandes grupos por lo general, pretendan reducir hasta un 40 % nóminas de 1.000-1.200 €, tal como hemos visto en los últimos meses. Un tercio de los trabajadores con convenio han aceptado en el último año congelar o reducir su mensualidad, a la vez que se va extendiendo la implantación de una doble escala salarial (Alstom, Nissan etc.), algo que anula el principio de “A trabajo igual, salario igual” reconocido por cierto en algunas Constituciones. Es inadmisible que el trabajo sea compatible con la pobreza y la exigencia de sueldos dignos, empezando por un salario mínimo que a día de hoy no debería nunca ser inferior a 1.200 €, interpela a todos los movimientos y organizaciones que quieren acabar con el atropello de los derechos elementales.

Instaurar un salario máximo. Las diferencias de renta han sido siempre notables, pero habría que remontar a épocas que nadie de la sala ha vivido para encontrar disparidades tan brutales como ahora. Muchas personas se quejan del sueldo de los políticos porque les parece inalcanzable, pero la remuneración de cualquier cargo público suele ser bastante inferior al de los máximos ejecutivos de la empresa privada. El sueldo medio anual de los directivos españoles fue de 80.000 € en 2013, y no tiene nada que ver con el de la alta dirección bancaria que supera siempre el millón de euros (11,6 millones cobró el consejero delegado del Santander en 2011).

La explosión de las diferencias salariales es un fenómeno planetario que se ha agudizado con la globalización. Un par de ejemplos bastará para comprobarlo. En 1968, el presidente de General Motors ganaba 66 veces más que el salario medio de la compañía, pero hoy el presidente de Wal-Mart cobra 900 veces el sueldo medio. En 1976 el presidente de la tercera entidad bancaria española ganaba ocho veces más que la media de sus empleados; hoy, sin contar los bonus, multiplica esa cantidad por 44. La implantación de un sueldo máximo frenaría ese despropósito, tal como defiende la “economía del bien común”, una compleja proposición teórica puesta en práctica a título experimental por unas 900 empresas de una docena de países. En marzo de 2013 Suiza aceptó en referéndum limitar el sueldo máximo de las empresas públicas, si bien en noviembre rechazó con un 65 % de los votos extender la norma a la empresa privada. Que un país socialmente tan conservador como Suiza plantee un debate de estas características permite pensar que no se trata de una utopía tan descabellada. ¡Por la justicia social, sueldo máximo obligatorio!

Una desigualdad tan obscena como la que sufrimos es incompatible con la democracia, desfigurada si los ciudadanos, sin excepciones, no pueden participar en igualdad de condiciones en la toma de decisiones que afectan a la colectividad. ¿Cómo puede haber igualdad de condiciones si la sociedad está fragmentada en grupos sociales de nivel socioeconómico inconciliable?

La riqueza descomunal que acumula cada vez más una exigua minoría es una consecuencia directa de la propiedad privada. Seguramente ha llegado el momento de plantearse, como ya lo hizo en su tiempo el socialismo revolucionario y el anarquismo, si deben ponerse límites a la propiedad privada. El simple hecho de mencionarlo suscita un aluvión de críticas despiadadas, a las que se suma buena parte de quienes disponen de pocos bienes. El concepto de propiedad privada se ha convertido en un valor esencial de nuestro mundo y el simple hecho de cuestionarla o querer acotarla parece un disparate para mucha gente, tanto de derechas como de izquierdas.

Cierto es que limitar la propiedad privada presenta una complejidad jurídica, ética y política que no se resolverá sin un debate prolongado sembrado de obstáculos, pero si no se aborda el 1 % más rico seguirá aumentando su fortuna, casi de forma automática. Las empresas, en especial las de mayor valor, suelen adoptar la fórmula jurídica de sociedad anónima, cuyas participaciones accionariales reparten dividendos anuales en caso de beneficio. Gracias a ello, en 2012 Amancio Ortega, dueño de Inditex, ingresó 813 millones de euros. Se precisarán muchos cambios políticos y jurídicos para alterar esa realidad. Transformar las sociedades anónimas en cooperativas, como propone la economía del bien común, sería una manera de romper el círculo vicioso en que nos movemos, además de equiparar entre sí a los trabajadores de la plantilla y hacerles corresponsables de la marcha del negocio. Por ahora es una simple formulación teórica, ya que parece poco probable que los titulares de las acciones acepten sin más renunciar a los derechos que la legislación vigente otorga.

No quería acabar sin una nota optimista. A pesar de su fortaleza, el capitalismo actual se enfrenta a múltiples contradicciones, entre ellas la coexistencia de una riqueza extrema con la miseria de una mayoría cada vez más educada e informada. Esas contradicciones harán ingobernable el sistema que sustenta a la oligarquía y forzarán su metamorfosis. Nos han colocado en situación de legítima defensa y está en juego nuestra supervivencia. Entre todos lo conseguiremos.

Jean-Pierre Palacio

Vilafranca del Penedès, febrero 2014

 

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