Tecnología y desigualdad

A la 13a escola d’estiu d’aquest any, un dels temes que tractarem és sobre “La tecnologia com a mecanisme alliberador o com a eina del poder”. La xerrada-debat, que serà el dilluns 29 de juny, estarà a càrrec de Lluís Montero que ens ha remès l’article que segueix

tecnologia

La tecnología es fundamentalmente desigual. O, mejor dicho, es inherentemente desigual. Es decir, la desigualdad es inherente al hecho tecnológico. Pero, antes de entrar ahí, una aclaración: ese debate sobre la neutralidad de la tecnología es o bien interesado o bien una demostración de irrelevancia intelectual. No hay nada neutral, ni siquiera la neutralidad. Ya lo decía Benjamin, que sufrió en sus carnes la escasa neutralidad de la neutralidad: «La neutralidad nos parece lo más partidista». Eso que llamamos neutralidad no es más que una forma de apoyo silencioso, cuando no cobarde, de lo ya establecido.

Pero volvamos a la tecnología. La tecnología es, fundamentalmente, un acto moral, porque es una forma de hacer. Por eso no hay mucha literatura filosófica sobre la tecnología, porque la tecnología desde el punto de vista de la filosofía no es más que un hacer facilitado por un útil, poco más. Pero como forma de hacer acelerada, sí que hay mucho que decir. Y la filosofía moral lo ha dicho, aunque no de forma específica. Y, como todo hacer, nunca es neutral, y menos cuando ha sido acelerado. Da igual que esa aceleración sea política, económica o científica, como tal hacer es, fundamentalmente, una demostración de poder y de poder ejecutivo. Esto, así, rápidamente, para despachar esa sinrazón de la neutralidad tecnológica: no hay, no puede existir, por la simple razón de darse, acto, tecnológico o no, neutral. O, dicho de otra forma, el único acto neutral posible es el que no se da, y la tecnología sólo tiene una razón: que el acto se de.

Dicho lo cual, ¿por qué es desigual la tecnología? Por dos motivos:

Por aquello de la desigualdad en el acceso. Si la tecnología es una forma de hacer, quien la posee hace mejor lo hecho, más rápido o con más potencia. Y hoy, todos los atributos con los que se califica el acto –velocidad, aceleración, potencia, impacto– se resumen en uno: eficiencia: conseguir los objetivos con la menor inversión de recursos posibles. USA ganó a Japón la GM2 porque tenía una bomba que hacía lo que hacían 1.000.000.000 de bombas japonesas. Así de fácil. O, en otro ámbito, calcula un logaritmo neperiano tirando de las viejas tablas mientras que yo lo hago usando una calculadora. Todas son formas de tecnología, pero unas son mucho más eficiente que las otras. La tecnología establece una desigualdad horizontal entre los usuarios (porque unos tienen más formación de uso, porque disponen de mejores tecnologías, etc), y cuanto más avanzada sea esa tecnología más profunda es la desigualdad.

Por la desigualdad desde el diseño. La tecnología es, quizá, lo más horizontal que hay, y hoy más. Por un lado, está quien diseña esa tecnología y por otro lado está quien la usa. Y no sólo desde la propiedad de la tecnología. De hecho, a la tradicional desigualdad económica, la propiedad de los medios de producción, se añade otro modelo de desigualdad: el diseñador impone un modo de uso al usuario. Y, fuera de esa forma de uso, no hay nada más. Es el corolario que se extrae de frases –tan mezquinas, por otra parte– como esas que dicen «si tienes un martillo, todo son clavos». ¡Por supuesto que todo son clavos si tienes un martillo! Es más, el martillo y su diseñador, imponen al usuario una visión de uso del mundo: que todo sean clavos. Toda tecnología es un contrato de uso no negociado entre el fabricante/diseñador y el usuario: el fabricante/diseñador impone las formas de uso, fuera de las cuales no hay nada más. Y no hay nada más no porque nos falte imaginación sino porque cabalgan sobre una estructura normalizadora de lo que significa usar, de cómo puede ser usado un artilugio, no; no hay nada más porque la industria se define, cada vez más, por la imposición de una delimitación unilateral de lo usos posibles, y sus usufructos, claro está: de ahí esa expresión tan significativa que son esos contratos tan inefables como ilegibles como los Términos de servicio de todas y cada una de las aplicaciones que usamos.

foto articulo Montero

 Por poner un ejemplo extremo, una de las formas de usar la tele es tirarla por la ventana. Y, seguramente, no es una de las menos razonables. Sin embargo, nadie desde dentro de la industria –y este dentro de la industria incluye productores de televisiones, generadores de contenidos, distribuidores de aparatos y, cómo no, consumidores– aceptaría ese uso como uno de los casos de uso posibles. Les parecería, y les parece, un uso irracional. Es decir, el uso y los modos de uso de la tecnología imponen un contrato de uso y de modos de uso, insertos en el propio uso de la tecnología, que definen, en el propio objeto y desde el uso mismo de ese objeto, lo que el diseñador/fabricante considera como racional (el enfrentamiento entre razonable y racional es aquí patente y obvio) sin negociación posible desde el usuario y que se controlado desde la comunidad de usuarios que normalizan lo dictado como uso razonable. Esta forma de desigualdad vertical es insalvable, y es el motivo por el que cualquier esfuerzo hacker es inútil, porque no hace sino profundizar –en el mejor de los casos– las formas de uso establecidas por la forma de uso con la que fue diseñada la tecnología. De ahí que, a veces, creamos que el neoludismo es una solución. Pero eso no es todo, esa imposición delimitadora de los casos de uso establece, además, una imposición de lo que es posible y de lo que no: para el que tiene un martillo, todo son clavos. Fuera de las respuestas posibles estipuladas en el contrato de uso no hay nada. Y esta es, por ejemplo, una distinción de porqué el lenguaje no es una tecnología, el lenguaje, incluso el que emana del poder, no puede ser impuesto de forma irrevocable desde el poder: el lenguaje se negocia, y por eso se dice que es arbitrario: porque, aunque todos los hablantes podamos aceptar un neologismo, este es negociado con el tiempo y las vivencias de sus usuarios. Por eso, sin ir más lejos, el diccionario de la RAE, por muy normalizador que se pretenda, no es más que un catálogo de términos hace tiempo normalizados por la comunidad de hablantes. Sin embargo, con la tecnología eso es imposible: la comunidad de usuarios normaliza como uso razonable lo que le es dictado desde la industria, no negocia nada. De ahí que los usuarios puedan aceptar o no una tecnología, pero no modelarla. Para el usuario aceptación y normalización son una y la misma cosa. Por eso, cuando la industria impone ese contrato imposibilita cualquier forma de hacer fuera de ese contrato. Una vez impuesta una tecnología, no hay otra forma de hacer las cosas: piensa en eso que ahora llaman la «minusvalía tecnológica», que no es sino la incapacidad de hacer cuando una solución tecnológica, antes disponible, es sustraída al usuario.

Si la tecnología fuera neutral el capitalismo no habría triunfado, así de claro. Y si fuera neutral habría vida al margen del capitalismo, así de claro.

Pero estos dos no son el único motivo por el que el capitalismo invierte en tecnología, hay otro más profundo y, para mi, más interesante: además, hay otra desigualdad, aunque sea menos «espectacular». Me refiero a que la tecnología rompe la igualdad que todos adquirimos por el hecho de ser seres políticos. Decía Arendt, que para mi es una fuente muy valida en estas cosas, que los seres humanos somos desiguales de nacimiento, una desigualdad que se profundiza en la vida privada, pero que es el modo de la política lo que nos constituye como iguales. La vida pública nos iguala. Por el hecho de que participamos en nuestras comunidades, también como seres políticos, devenimos todos iguales. Es decir, porque hacemos cosas juntos –políticamente– somos todos iguales. Sin embargo, la tecnología roe esa idea desde su fundación. La tecnología nos permite hacer sin estar juntos, sin ser juntos. La tecnología, como decía Heidegger, nos convierte a todos en uno, en una multitud de unos incapaces de comulgar en el hacer con el otro. La tecnología es el fin de la política y, por tanto, de la igualdad. O, expresado de otra forma, si antes era la política la que nos hacía iguales ahora es el uso: a la igualdad desde la condición de usuario. Así la tecnología se constituye como un sustituto de la política, desde una posición inherentemente desigual.

Benjamin, por cerrar con él, decía que en su momento asistían a una estetización de la política. Hoy padecemos una tecnologización de la política.

Luis Montero

 http://cero23.com/

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